lunes, 27 de febrero de 2012

La invención de Hugo

No hay duda de que en ese homenaje al cine primitivo en general y al de Georges Méliès en particular que es La invención de Hugo hay mucho de las preocupaciones de alguien como Martin Scorsese. Teniendo en cuenta que en las últimas décadas ha sido fundador de dos asociaciones sin ánimo de lucro para la preservación del cine como son The Film Foundation y World Cinema Foundation, es fácil ver algo del cineasta en cada uno de los personajes que rodean a Méliès (Ben Kingsley) en la ficción de su última película y que van descubriéndolo apasionadamente a medida que reconstruyen las piezas del legado de su obra. Ahora bien, me confieso incapaz de reconocer en La invención de Hugo un film "personal" de Scorsese desde un punto de vista formal, esto es, en el sentido de que constituya un ejercicio paradigmático de sus marcas de autor, algo que me viene ocurriendo con todas las películas que ha rodado durante los últimos diez años, con lo cual no quiero decir que ya no haga buenas películas, el problema es que, al menos, en Infiltrados o en Shutter Island había bastante de artesanía y de oficio de cineasta, sin una intención clara de destacar en medio de su equipo técnico, mientras que en una superproducción como La invención de Hugo la aportación tecnológica (más que técnica) es tal que la figura del director está completamente diluida dentro de las imágenes: véanse los primeros quince minutos de presentación del pequeño huérfano Hugo Cabret (Asa Butterfield) y, sobre todo, del escenario donde vive y que albergará la mayor parte de la acción, la estación de Montparnasse, un prólogo constituido por una sucesión de kilométricos travellings perfectamente elaborados artificialmente y para lucimiento de la proyección tridimensional con la que se presenta el film en salas comerciales.

Curiosamente, los dibujos monocromáticos, casi underground, de Brian Selznick que ilustraban la novela gráfica La invención de Hugo Cabret en la que se basa el guión de John Logan invitan a imaginar una adaptación cinematográfica menos pomposa, por no hablar de que resulta terriblemente contradictorio que el film pretenda venerar a lo más representativo del cine silente, incluyendo una colección de muestras de algunas películas de Harold Lloyd, Robert Wiene, Rex Ingram, Jean Renoir, Charles Chaplin, Georg Wilhelm Pabst, Buster Keaton, Raoul Walsh, King Baggot, Edwin S. Porter, David W. Griffith, Charles Swickard, los hermanos Lumière o el citado Georges Méliès, y que lo haga despreciando la ingenuidad y la carencia de medios de los padres del cine para recurrir al súmmum de la sofisticación, un poco a la manera del último Tim Burton, ese que una vez hizo un film en elegante blanco y negro y con decorados de cartón piedra para imitar la austeridad de su personaje central en la irrepetible Ed Wood, pero que ya sólo sabe dirigir películas "perfectas" como Sweeney Todd (también escrita por Logan), y puede que no sea casualidad que uno de los principales representantes de lo peor del cine de Burton, el cada vez más encasillado Johnny Depp, esté detrás del último Scorsese como productor. En cualquier caso, no faltan aspectos positivos que citar a propósito de La invención de Hugo, como son la deliciosa partitura de Howard Shore, o su manera de integrar hechos reales y documentados dentro de un relato de género fantástico, a saber, que los hermanos Lumière no creyeran demasiado en su invento; que Méliès se recluyera en una tienda de juguetes de la estación de Montparnasse después de la guerra, o que un tren descarrilara en su llegada a la estación saltando al vacío, un hecho éste no relacionado con el mundo del cine que, en una interesante decisión argumental, no consta como algo real dentro del relato, sino como una pesadilla del protagonista.

Hugo - Martin Scorsese - 2011 [ficha técnica]
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martes, 21 de febrero de 2012

The Turin Horse

Puede que haya algo de eso que Jung llamó inconsciente colectivo en el hecho de que el año pasado se presentaran, con escasos meses de diferencia y en distintos festivales de cine, dos películas como Melancolía y The Turin Horse. En una y otra película, el danés Lars von Trier y el húngaro Béla Tarr (y su inseparable esposa Ágnes Hranitzky) daban una moderna visión del apocalipsis contando con la presencia de un caballo entre sus símbolos más importantes. En el film de Von Trier, los protagonistas eran incapaces de abandonar las dependencias del ostentoso castillo en el que tiene lugar la acción porque los caballos que cabalgaban se negaban a ir más allá de sus límites. Los personajes de Tarr, por el contrario, viven en una cabaña mucho más miserable, de ahí que su único caballo sea un elemento central en sus vidas (y en la película) pero también en este caso éste desobedece las órdenes de los humanos, excepto en una secuencia, cerca del final, en la que los protagonistas se alejan en el coche tirado por el animal, para terminar apareciendo en el horizonte a los pocos segundos, de vuelta a casa. Las intenciones de estos directores coetáneos son casi idénticas, hasta el punto de que Tarr hace que su caballo refleje, en cierto modo, la profunda depresión que padecía el personaje de Kirsten Dunst en el film de Von Trier, una depresión que va contagiándose lentamente a lo largo de las dos horas y media de The Turin Horse por toda fuente de vida conocida por los protagonistas (primero son polillas que no revolotean, después un pozo que no da agua, una lámpara que no enciende... hasta que la joven protagonista se niega a comer pese a las súplicas de su padre), como si se tratara de una rebelión de los elementos contra la monotonía, para terminar hablándonos del sinsentido de la vida, de la inutilidad del ser humano. En ese aspecto, Tarr resulta fascinante cuando filma en desgarrador blanco y negro la patética existencia de sus dos solitarios personajes (humanos), algo que no sólo consigue cuando los muestra luchando contra las inclementes condiciones del exterior de la cabaña (en unas imágenes silentes en las que Tarr es capaz de tutear al Victor Sjöström de El viento), también cuando intima con ellos en su desolado hogar, hasta el punto de que la desquiciada fijación de Tarr por la insustancial rutina de sus protagonistas se convierte en razón de ser de los treinta largos planos que componen el film y, me temo, en un auténtico reto para el espectador. Lo grave, en mi opinión, no es la supuesta vacuidad de los planos en sí, que casi se justifican por la hermosísima fotografía en barroco claroscuro del alemán Fred Kelemen, sino la decisión por parte de Tarr de adornar gran parte del metraje con una partitura de cuerda que se repite hasta el hastío en incansable bucle, perdiendo además el efecto dramático que sí tiene en el arranque del film, cuando pasamos de la voz en off sobre negro que nos habla del encuentro de Nietzsche con el citado caballo, al travelling de presentación de éste mientras cabalga hacia el que será el escenario durante todo el metraje.

En cualquier caso, que estamos hablando de una cinematografía no apta para todas las miradas es evidente, lo que explica que Béla Tarr haya sido desde siempre un cineasta ignorado por la distribución comercial española. No vamos a entrar ahora a debatir esto, al fin y al cabo tanto las distribuidoras como las propias salas de cine, pese a quien pese, existen gracias a un modelo de negocio y, sinceramente, con la que está cayendo, pocos invertirían hoy en proyectar una película como Satantango fuera de filmotecas y cineclubs. Lo que sí resulta ridículo es el tratamiento mediático que hemos tenido acerca de la última película del cineasta, celebrando que por fin se ha decidido "estrenar" (es un decir) el cine del matrimonio Tarr/Hranitzky en nuestras salas: para muchos cronistas lo que cuenta es que se haya cubierto el expediente proyectando oficialmente en salas comerciales una película húngara, lo cual, para los dinosaurios del sector (que en el negocio cinematográfico son la mayoría) parece que es la única manera de poner la creación cinematográfica al alcance de los espectadores, ignorando que a) en este caso la película se ha proyectado en sólo dos salas en toda España en las que, tratándose de salas de cine doblado, supongo que ni siquiera se ha podido ver en versión original, con lo cual el despropósito alcanza niveles absurdos, y b) que los espectadores hace mucho tiempo que cuentan con alternativas para acceder al cine que los responsables de las salas, por las razones que sea, no se atreven a programar. Y ésa es la buena noticia.

The Turin Horse - Béla Tarr, Ágnes Hranitzky - 2011 [ficha técnica]
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sábado, 11 de febrero de 2012

Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres

La primera parte de la popular trilogía literaria de Stieg Larsson casi parece un relato ideado para el imaginario de David Fincher, un director eventualmente interesado en historias sobre asesinatos en serie, como las desarrolladas en Zodiac, Seven o, incluso, Alien³, por ello pienso que no sólo hay que ver este movimiento por parte de Fincher como una incursión en el cine alimenticio con el fin de poder desarrollar relatos más personales en el futuro, también es un episodio perfectamente posible dentro la filmografía del director, después de esa grandilocuente revisión de la literatura de Scott Fitzgerald bajo un optimismo casi capriano que fue El curioso caso de Benjamin Button o de dar su particular versión del mundo contemporáneo en la brillante La red social. De hecho, más o menos toda la primera hora de Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres constituye un ejercicio narrativo impecable, de lo mejor que ha rodado el director, en parte gracias a su portentosa habilidad para crear atmósferas malsanas (aquí apoyadas en el gélido paisaje sueco que sirve de escenario tanto al libro de Larsson como a sus adaptaciones cinematográficas), pero también por la manera en la que el realizador acelera la narración mediante una inteligente economía narrativa (algo valiente si suponemos que el film se dirige a públicos multitudinarios, acostumbrados a narrativas subrayadas): véase, por ejemplo, cuando Mikael Blomkvist (Daniel Craig) explica a Henrik Vanger (Christopher Plummer) su deseo de volver en el último tren para pasar la noche en su casa en Estocolmo, posteriormente, un brevísimo plano de un tren partiendo de una estación al atardecer nos dice que Mikael pasará la noche en el (ficticio) pueblo de Hedestad, atraído por el trabajo que Henrik le ofrece, o cuando vemos a la desequilibrada Lisbeth Salander (Rooney Mara) quitar el precio a un libro sobre Bobby Fischer, para acudir después a un apartamento donde hallará a un hombre inconsciente junto a un tablero de ajedrez, indicando el lazo afectivo que unía a la joven con su tutor. Ello perdona otras artimañas menos honorables de Fincher, como el intento de engañar al espectador en la secuencia en la que vemos a Lisbeth mentalmente destrozada en la intimidad, después de ser brutalmente violada por su nuevo tutor, Nils Bjurman (Yorick van Wageningen), algo extraño si se tiene en cuenta que la propia violación formaba parte de un calculado plan de la victima para vengar a su opresor y someterlo de por vida.

Transcurrido este frenético primer tramo de la narración, el trabajo de Fincher peca de mecánico, cuando monta continuamente en paralelo las investigaciones de Mikael y Lisbeth, sin conseguir atraer el interés hacía el relato más allá de lo que concierne a resolver el misterio que los protagonistas pretenden descifrar, por no hablar de un rarísimo epílogo (habílmente montado, eso sí) en el que Lisbeth se embarca ella solita en una operación de estafa millonaria y a gran escala, para terminar en un innecesario canto al amor no correspondido entre los protagonistas. Con todo, Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres no es un film que pueda usarse para desacreditar la profesionalidad de su director, alguien que en todo momento maneja con respeto el material de partida y, aunque a día de hoy aún no se sabe nada de una posible adaptación americana para la segunda y tercera parte de la trilogía de Larsson, sería más que lógico si Fincher fuera el encargado de completar esta particular versión en la que en Suecia se habla, con fluido acento nórdico, la lengua de Shakespeare.

The Girl with the Dragon Tattoo - David Fincher - 2011 [ficha técnica]
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domingo, 5 de febrero de 2012

J. Edgar

Es curioso constatar cómo el trabajo del octogenario Clint Eastwood a partir de un guión de Dustin Lance Black, uno de los guionistas más jóvenes con los que el realizador ha trabajado recientemente, ha dado como resultado la película de Eastwood más marcada por la senectud, no sólo porque los ancianos ocupen un lugar privilegiado entre sus personajes, algo habitual en referentes como Gran Torino o Invictus, también porque parecen eliminadas las tramas más juveniles que sí encontrábamos en aquellos largometrajes, e incluso en lo tocante a los primeros años de trabajo de J. Edgar Hoover (Leonardo DiCaprio) el realizador ha imprimido un aire envejecido a sus imágenes y a la actitud de su protagonista, quien se mueve por unos principios de tradición casi enfermizos, fruto de una grave represión. Se da aquí, de hecho, una de las muchas virtudes de las que hace gala el cineasta, y es que es un verdadero experto en hacer que sus escenas de época parezcan realmente procedentes de otro tiempo, en parte responsabilizando el trabajo fotográfico en profesionales como Tom Stern, pero también gracias a la caracterización de sus actores, y no me refiero sólo a las tortuosas sesiones de maquillaje a la que se debieron de someter los protagonistas de J. Edgar, también a la dicción y la presencia de éstos: véase cuan diferente es la interpretación que Armie Hammer compone para Clyde Tolson y la que este mismo actor ofrecía para los gemelos Winklevoss en La red social, si bien en el apartado de interpretaciones no se puede pasar por alto la portentosa labor de DiCaprio, tal vez en un personaje para el cual alguna que otra de sus interpretaciones recientes constituyen un borrador, como el de El aviador, aunque en esto no cuenta únicamente la labor de DiCaprio (que también) sino el hecho de que el trabajo de Eastwood aquí es notablemente superior al de Martin Scorsese en el biopic de Howard Hughes.

La otra aportación de Dustin Lance Black a J. Edgar es el tratamiento de la sexualidad del protagonista, casi una especialidad del guionista de Mi nombre es Harvey Milk, que en manos de Clint Eastwood es tratado con una ternura abrumadora, y es que, aunque este tema es algo inédito en su extensa carrera, no es de extrañar que Eastwood lo asuma con respeto, por más que muchos, enquistados en la época en la que su efigie era un icono para la américa más reaccionaria, sigan sin reconocer en Eastwood una de las miradas con más sensibilidad del Hollywood actual. Por otro lado, no es éste el único tema que Black / Eastwood desarrollan a partir de la historia del fundador del F.B.I., en ella conviven también varias de las obsesiones del realizador, como son la infancia arrebatada (aquí representada en el secuestro del hijo de Charles Lindbergh), el asesinato de John F. Kennedy o la diferencia entre realidad y leyenda, y esto último es algo que en J. Edgar se resuelve con cierta ironía, cuando Tolson reprocha a Hoover la falta de veracidad en la versión de su biografía que éste ha contado a su entrevistador y, por extensión, a los espectadores, para lo cual Eastwood no dedica más que tres o cuatro planos de pocos segundos, certificando que su cine está por encima de debates recientes como la falacia del punto de vista, al tiempo que deposita su confianza en las herramientas narrativas clásicas. En este sentido, a juzgar por el uso del flashback en J. Edgar, parece como si en cada nuevo trabajo de Eastwood éste quisiera devolver a su oficio la grandeza que merece. Si el realizador finalizara ahora su carrera, J. Edgar sería un más que digno testamento cinematográfico.

J. Edgar - Clint Eastwood - 2011 [ficha técnica]
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