domingo, 17 de junio de 2007

María Antonieta

Existe una palabra que define muy bien esta original incursión de Sofia Coppola en los films de época: recreación. No sólo como acción de 'recrear', sino también como 'recrearse'. En María Antonieta el rigor a la hora de reproducir un contexto histórico en términos de escenografía es un fin y no un medio, de ahí que buena parte del metraje esté destinada a la cuidada exposición de la indumentaria que lucen los personajes, de los manjares que comen y de las óperas y los conciertos de cámara a los que asisten, al tiempo que nos deleitamos con las estancias y jardines versallescos donde transcurre casi todo el film, rayando un peligroso tono edulcorado, casi publicitario que, por suerte, no llega nunca a los niveles de saturación del infumable Baz Luhrmann. En esta recreación, la pequeña de los Coppola peca de supeficial, la obra se acerca peligrosamente al vacuo ejercicio posmoderno tan al uso. Veámoslo detenidamente, ya que en María Antonieta se asumen otros riesgos bastante más relevantes, que nos hacen reformular nuestro juicio, empezando por ese uso de música pop contemporánea, no sólo para subrayar los estados de ánimo de la protagonista, sino también como música ambiente. Los personajes bailan en determinados momentos a ritmo de música indie, una deliberada insercción de anacronismos en la que, sospechamos, la directora hubiera querido insistir con más frecuencia, a juzgar por las zapatillas Converse (!) que se cuelan en un brevísimo plano. Por lo tanto, en este film, la superficialidad posmoderna se convierte en un elemento del lenguaje, se apela siempre a la empatía del espectador contemporáneo, buscando el tono más adecuado para recalcar el punto de vista de la protagonista. De ahí que entre tanto deleite escenográfico, la trama vaya avanzando mediante hechos para nosotros insignificantes, pero que debieron ser de gran impacto para la joven reina, y que pueden resumirse de manera muy breve, a saber, el matrimonio no consumado de la heredera, su odio hacia la Condesa du Barry, su infidelidad con el Conde Fersen y (sólo al final) su actitud ante el pueblo y la posterior toma de la Bastilla. Cabe preguntarse cómo de bien envejecerá María Antonieta, si es o no una obra de arte pop condenada a morir joven.

'Marie Antoinette' - Sofia Coppola - 2006 [ficha técnica]
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sábado, 16 de junio de 2007

Rois et reine

Pese a ser otro de los títulos seleccionados dentro del ciclo (Des) Encuadernados, me cuesta encontrar en Rois et reine ese "elogio del radicalismo" que proclamó el manifiesto de Carlos Losilla en representación de los cahieristas españoles. Dicho de otra forma, aplaudo la decisión de las filmotecas por rescatar para el espectador despistado a Jia Zhangke, Aleksandr Sokurov o los Straub, pero dudo que haya una necesidad imperiosa de conocer a Arnaud Desplechin o, concretamente, de presentar Rois et reine dentro de un ciclo dedicado a una forma de autoría que aniquila las certezas del espectador, o que concibe el arte como una acción política. Sobre todo teniendo en cuenta que dentro de una cinematografía tan variada como la francesa existen directores cuyas formas de radicalismo son tanto o más interesantes que las de Desplechin, como Agnès Varda o Nicolas Philibert, por no hablar de aquellos que, como Laurent Cantet, no han necesitado renunciar a un estilo clásico para fascinarnos con sus películas, siendo todos ellos bastante accesibles en nuestro país. De hecho, Desplechin se mueve mejor en este segundo grupo: las imágenes de Rois et reine no reniegan de academicismos, mientras que la trama no se aleja del común denominador del cine de autor europeo. Si en el cine de Desplechin hay incorrección, debemos buscarla en un guión que plantea extrañas situaciones (véanse los primeros encuentros de Nora con su hijo, donde éste desprende un marciano destello de madurez, o la secuencia donde tres jóvenes armados atracan la tienda del padre de Ismäel) o en un montaje donde Desplechin, lejos de inventar nada, recupera algunos de los tics que parecían haberse perdido hace años, como esa manera de diseccionar instantes concretos que tanto practicó Scorsese en los noventa (sin olvidar la voz en off presente sobre todo en los primeros minutos de un film cuyo estilo narrativo muta en varias ocasiones), o esas salidas de tono tan del gusto de Godard y de sus coetáneos (Desplechin se vale, quizás demasiado, de la música para generar estos altibajos en el estado de ánimo de su relato).

Rois et reine sería en todo caso una evolución antes que una revolución, donde se asumen menos riesgos de lo que se trata de aparentar: en aquellos momentos donde los muertos hacen una incursión en relato, Desplechin procura dejar bien claro el caracter onírico de las secuencias, siendo fruto de un personaje que está soñando o la recreación de una carta escrita por el fallecido. Fijémonos también en la insercción de flashbacks realizada con extremo cuidado, nada queda del arriesgado juego de tiempos de, pongo por caso, El dulce porvenir, especialmente aquel en el que se recrea la muerte del marido de Nora, que hace uso de un escenario teatral, a la manera de Vania en la Calle 42 o Dogville. En definitiva un pastiche donde entran imágenes de autores pasados y presentes, para lo cual no se asume riesgo alguno: al contrario, se intenta estandarizar la función colocando los obligatorios títulos que dividen la película en episodios (¿cuántas veces hemos dicho esto ya?). Reconozcamos que es injusto despachar un producto artístico basándonos en su inexistente carácter revolucionario, y más tratándose de una obra cinematográfica que puede suscitar interés por su temática, su trama, su plástica o por sus interpretaciones, pero más injusto es colocar esta obra en medio de un movimiento que pretende combatir el carácter inane de nuestras carteleras.

'Rois et reine' - Arnaud Desplechin - 2004 [ficha técnica]
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domingo, 3 de junio de 2007

La soledad

Todavía es pronto para discutir si el segundo largometraje de Jaime Rosales es más o menos importante que su desolador debut cinematográfico, Las horas del día, sería necesario evaluar las cosas con más tiempo, tal es la magnitud de ambas obras. Parece claro que, en La soledad, Rosales ha decidido dar un paso adelante en cuanto a la ambición formal de sus propuestas (no lo olvidemos, su anterior trabajo era extremadamente simple, pero sólo en apariencia), y nos presenta todo un complejo ejercicio de estilo, mediante una planificación estática pero de un sofisticado montaje, presentando en buena parte de su metraje un peculiar uso de la pantalla partida que convierte el estudio de los espacios en una obsesión. Más allá de este mero asunto de recreación, La soledad se basa en un guión mucho más rico y disperso, casi coral, apoyado en las vidas de dos personajes femeninos que destacan sobre el resto, las de Adela y Antonia (respectivamente Sonia Almarcha y Petra Martínez), tal y como se nos anuncia en el segmento que sirve de prólogo (Rosales también se apunta a la moda de dividir su película en episodios encabezados por intertítulos ¿exigencias de la productora?). Antonia ejerce de matriarca de una familia cotidiana, inmersa en una rutina en la que se limita a velar por su unidad y solucionar sus problemas (desde el odio que surge entre dos de sus hijas hasta la grave enfermedad que padece la tercera), tratándose sin embargo de una historia menos costumbrista de lo que pudiera parecer, ya que Rosales vuelve a darle la vuelta a muchos tópicos (recordemos que en su anterior trabajo, ambientado integramente en Barcelona, ninguno de los personajes hablaba catalán). Hechos como que Antonia conviva con un hombre que no es su marido mientras que una de sus hijas lleve un matrimonio tradicional, o que ésta quiera comprar un piso como una inversión y que sea la madre quien piense que su precio pueda bajar, no son representativos del grueso de nuestra sociedad. Porque en La soledad el realismo es más un medio que un fin, lo que interesa de Antonia no es su reflejo de lo cotidiano, sino su historia, el fatal desenlace de una vida dedicada a los demás pero en la que se olvida de sí misma (cf. la escena en la que su novio le ofrece salir a cenar, ella ni siquiera tiene claro lo que le apetece hacer, cuáles son sus deseos).

Al contrario, en la historia de Adela sí que encontramos una clara alusión a problemas reales: vive en uno de esos pueblos amenazados por la especulación urbanística y la construcción de campos de golf, cuya economía apenas se puede agarrar al negocio del turismo rural y cuyos habitantes sólo encuentra la salvación emigrando a las grandes urbes. Asímismo, los males contra los que lucha Adela son en principio más simples, más "terrenales", vive feliz con su hijo aunque discute con el padre de éste por motivos económicos, y termina abandonando felizmente su pueblo, hasta que un suceso inesperado, fruto del azar, cambia su vida por completo. Para Rosales no son importantes las causas de los hechos, a veces ni siquiera las consecuencias, a menudo los hechos sólo son útiles como piezas de su lenguaje. Los asesinatos que cometía el protagonista de Las horas del día no eran más que una explosión dentro del discurso de Rosales, una manifestación extrema del autismo social del personaje. Igualmente, somos testigos del dramático suceso que cambia la vida de Adela, pero nunca sabremos el porqué, ni siquiera se abrirán tópicos políticos (más tarde, Adela llega a bromear con la idea de que Madrid esté llena de obras porque deben acabarlas antes de las elecciones), lo más significativo es el momento en el que tiene lugar el hecho, cuando la protagonista entra en un autobús lleno de vidas zombificadas, donde un conocido la saluda pero no más allá de lo que dicta la educación (el gesto de ambos revela la indiferencia de él y el hecho de que ella es consciente del desangelado paisaje en el que ha elegido vivir). Es ahí donde su situación explota.

La historia de Adela es, por tanto, de una trascendencia brutal. La joven vive un proceso de deshumanización en todos los aspectos, incluso el trabajo que ejerce en la ciudad la convierte en un objeto. Para entender su historia son importantísimos el primer y el último plano de la película si se relacionan con las secuencias que los acompañan. La primera imagen que vemos es un paisaje rural de León con animales pastando, lo que dibuja el contexto donde se desarrollará la primera secuencia, la de Adela plena de energía llegando a casa de su padre con su bebé, situación que se desarrolla con un costumbrismo que roza el documental. La última aparición de Adela cierra el film de forma simétrica, primero la secuencia y luego el contexto. Literalmente destrozada, indiferente ante los problemas de los demás, y finalmente rendida a la rutina de la gran ciudad, Adela contesta al portero automático del piso de alquiler donde vive, y después desaparece del cuadro. El último plano no tiene nada que ver con el primero, pues es una sucia vista de un característico barrio de Madrid, con los tejados saturados de antenas y con las torres de Plaza de España y un puñado de gruas como horizonte. Rosales nos dice con estos dos planos que lo que nos ha contado no es más que el viaje de una de sus protagonistas del campo a la ciudad. Pero también las terribles consecuencias de este viaje, donde a la protagonista se le ha despojado de cualquier signo de vitalidad.

'La soledad' - Jaime Rosales - 2007 [ficha técnica]
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viernes, 1 de junio de 2007

Zodiac

En una secuencia de Zodiac, los protagonistas se encuentran a la salida de una proyección de Harry el Sucio, insinuando que la ficción de Don Siegel se inspiraba en el caso real del asesino en serie que a su vez es retratado en el último trabajo de David Fincher. Es ésta una referencia nada casual de este último a un cine del que es deudor. La etapa del cine policíaco americano que va de finales de los 60 hasta principios de los 80 alumbró obras tan impresionantes como El padrino o Taxi driver, aunque Fincher apunta bastante más bajo, a la altura del blackxplotation, a la de las primeras con Clint Eastwood o (incluso) la de las sagas de Charles Bronson. Pero a Fincher no le basta el homenaje a un estilo concreto para justificar su cinta. Zodiac es un film desmedido, excesivamente preocupado por repetir las ideas del best seller de Robert Graysmith mediante un exceso de palabrería declamada por sus protagonistas, al tiempo que se descuidan valores cinematográficos muy básicos (como la evolución mental y física de los personajes, apenas existente), con la excepción de un conjunto de secuencias algo mejor filmadas (los tres asesinatos de The Zodiac y la escena de la conductora y el bebé) y alguno de los espacios que Fincher recrea a modo de autoreferencia a Seven, todavía su film más popular (la caravana o el sótano donde viven alguno de los sospechosos).

Zodiac es un notorio ejemplo (otro más) de la idea de que cada película es hija de su tiempo, algo que no puede ocultar mediante ese revivalismo del que hablamos, que también impregna la obra de algunos paladines del cine posmoderno para grandes multitudes, desde el Tarantino de los Kill Bill hasta el Soderbergh de los Ocean's..., ya que es muy diferente la selección y el montaje que se hace hoy día con unas imágenes de lo que se hizo hace veinte años con las mismas. No es eso lo único que delata la época en la que se ha rodado esta película. En ese sentido destacan, al menos, dos facetas más, una de ellas maquinada en la mente de sus artifices y magníficamente recreada en sus imágenes, hasta el punto de que constituye una de las principales líneas discursivas del film: se trata de la sobredosis de información que desquicia a sus protagonistas, y los lleva a la perdición, imposibilitando la resolución de un caso cuyo asesino en serie fue todo un ídolo de masas, lo que sirve a Fincher como metáfora de unos tiempos en los que sufrimos una preocupante saturación de datos, de manera que cuanto más conocemos, menos sabemos. La otra idea representa justo lo contrario, no parece premeditada, es otro de los aspectos fallidos del film y hace que el relato caiga en su propia trampa y entienda la idea anterior justo al contrario. Y es que también son estos los tiempos en los que cuanto menos sabemos, más creemos conocer, debido a que si alguna realidad no nos conviene el poder nos proporciona otra distinta, al tiempo que queremos saberlo absolutamente todo: Zodiac(como La dalia negra) presume de resolver en dos horas de narración lo que no ha podido saberse en treinta años de investigaciones.

'Zodiac' - David Fincher - 2007 [ficha técnica]
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