viernes, 21 de septiembre de 2007

En la ciudad de Sylvia

A modo de homenaje a Michelangelo Antonioni, comencemos por buscar entre las imágenes del último trabajo de José Luis Guerín puntuales referencias a Blow up, la película más popular del recientemente fallecido director italiano. No sólo encontramos similitudes en el paisaje humano de ambos títulos, constituido por cierto sector de la juventud (el más bohemio e intelectual), sino también en la manera en la que el protagonista masculino de uno y otro film (entre los que incluso hay un cierto parecido físico) se obsesionan por la imagen, plasmando sus inquietudes sobre soportes físicos inanimados, a saber, el papel fotográfico sobre el cual el personaje de Antonioni revelaba su particular reconstrucción de unos hechos de los que se creía testigo, y la libreta sobre la que el protagonista de En la ciudad de Sylvia intenta plasmar sus impresiones a modo de diario gráfico en la anónima ciudad donde transcurren sus andaduras. Antonioni ofrecía un complejo ensayo acerca de la imagen abstracta y sus relaciones con la representación figurativa, mientras que Guerín pretende avanzar un poco más en su estudio de la imagen en movimiento, de su visión del cine como el tren de sombras que daba título al film que realizó hace diez años, uno de los ejercicios más radicales y estimulantes del cine post-moderno, pero también un film español del que todo el mundo habla pero que, me temo, pocos han podido ver. Una lástima, ya que Tren de sombras, sin ser imprescindible para disfrutar del sugerente nuevo trabajo de José Luis Guerín, sí que supone un atractivo punto de partida para su comprensión. Entonces, el director analizaba la naturaleza íntima del cinematógrafo, lo que llegaba a ser un experimento químico allí donde En la ciudad de Sylvia constituye un tratado de física. Ahora han desaparecido completamente los artilugios de laboratorio de aquel film para pasar a utilizar sólo objetos de la vida cotidiana en su búsqueda de efectos estroboscópicos, tales como los cristales de modernos tranvías que reflejan a los personajes, o las páginas de una libreta pasadas a gran velocidad por el viento (es impresionante la capacidad de Guerín para realizar ilusión de movimiento a partir de estos objetos, y hermosísimos los resultados que obtiene: véase como se crea cine a partir de los dibujos que el protagonista ha realizado a carboncillo, añadiendo una sensación de celuloide deteriorado producida por las sombras de los árboles sobre el papel). La primera virtud de este nuevo trabajo es, por tanto, su depuración experimental, el logro de conseguir hablarnos del cine con rigor documental a partir de una ficción, aunque Guerín no sólo se acerca a su arte como ciencia del movimiento. Dentro de En la ciudad de Sylvia el cine no sólo es cinemática, también es imagen, pero imagen plana, de ahí el continuo trato bidimensional de la puesta en escena: véase el largo prólogo en las terrazas de la cafetería donde la multitud de jóvenes dispuestos en las diferentes mesas se mezclan en la retina del protagonista (y los espectadores) para pertenecer a un mismo cuadro. Finalmente, Guerín utiliza su medio también en su vertiente auditiva, preocupado por el camino que ha tomado el cine como arte sonoro necesariamente hablado, para lo que recurre a un uso del sonido tremendamente naturalista, aunque menos improvisado de lo que parece, artesanal e inteligentemente montado sobre las imágenes, donde el diálogo es del todo prescindible (de ahí los únicos cinco minutos hablados por sus protagonistas, algo que parece llamar bastante la atención del público más despistado).

En la ciudad de Sylvia es también uno de esos peculiares intentos por reformular los principios de la narración cinematográfica. Así como Antonioni partía de un cuento breve de Julio Cortázar, Guerín utiliza una anécdota (autobiográfica, según alguna de sus declaraciones) que es aún más sencilla: el protagonista vuelve a la ciudad donde hace años conoció a una joven llamada Sylvia, cree reconocerla saliendo de una cafetería y la persigue hasta que consigue hablar con ella descubriendo que no era quien creía, quedando frustrado porque no la encontrará entre tantas mujeres. La reformulación por parte de Guerín consiste en complicar el relato con un refinado barroquismo visual, para hacer que las tramas situadas a priori en segundo plano eclipsen el hilo conductor principal, para dar la vuelta a las posibles lecturas de su discurso. Así, nos encontramos, por ejemplo, que la descripción del protagonista como voyeur cobra tanta importancia como la búsqueda de Sylvia, recalcando la manera que tiene de observar a las mujeres que va encontrando en la ciudad, con sutilezas como el minucioso análisis que hace de las chicas en la terraza, en el parque y en la parada de tranvía, o de manera más explícita, como cuando espía a través de una ventana a la joven que se seca el pelo. Su punto de vista se refleja en la apariencia que para él van teniendo estas mujeres, partiendo de una situación de calma cuando aún no ha iniciado su búsqueda, donde las chicas dialogan tranquilamente en una terraza, lo que contrasta con las féminas que aparecen tras la decepción en su búsqueda de Sylvia: adolescentes nerviosas que chapotean en un parque público, jóvenes que bailan ebrias en un pub o decenas de mujeres de rostros diferentes y deformados (literalmente) que esperan al tranvía confundiéndole con sus reflejos en los cristales, con los cabellos alborotados por el mismo viento que mueve los bocetos dibujados en su libreta. Su búsqueda es casi una ensoñación donde se repiten las imágenes (la pintada de "Laure je t'aime" que aparece constantemente, los figurantes que se acercan al protagonista, el cartel publicitario con el rostro de una chica cuyo gesto repite la protagonista cuando se despide de su inocente acosador), connotando con un genial sentido del lenguaje cinematográfico el estado de ánimo del alter ego del cineasta. Y como ejemplo de ese uso del lenguaje, recordemos uno de los momentos climáticos de la filmación: tras recorrer la laberíntica ciudad detrás de su musa, el protagonista, subido en el tranvía, vuelve a ver las mismas calles a gran velocidad, sugiriendo con su movimiento de derecha a izquierda que dicho travelling no es un avance sino un retroceso, una caída. La del observador que se desploma cuando descubre que todo su viaje ha sido en vano.

'En la ciudad de Sylvia' - José Luis Guerín - 2007 [ficha técnica]
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lunes, 10 de septiembre de 2007

Los Simpson: La película

Las series de animación para públicos de todas las edades han supuesto un importante filón para las principales productoras televisivas que han descubierto que, a diferencia de los actores de carne y hueso, los personajes de animación no cobran, no hacen huelgas y no tienen abogados. Lo mejor es que no envejecen, lo que permite que una serie de éxito permanezca en pantalla durante decenas de temporadas mientras que pueda adaptarse a los nuevos tiempos. The Simpsons, la franquicia de la Fox ingeniada por Matt Groening a finales de los ochenta, es a un mismo tiempo el ejemplo más popular de esta idea y un paradigma que han seguido todas sus sucesoras. A sus responsables les ha bastado con una hábil renovación de sus guionistas y de su personal técnico y de doblaje para que la serie perdure en antena durante casi veinte temporadas. Inevitablemente, en este largo camino muchas cosas tienen que cambiar, pasándose de la presentación de un reducido grupo de personajes (la familia Simpson, en este caso) a la descripción de toda la comunidad en la que viven (el pueblo de Springfield) cuando los primeros no dan más de sí. Series de la competencia, como South Park, han imitado este modelo, pero es en el caso de las realizadas dentro de la Fox donde la fórmula ha sido reutilizada de manera más descarada, en series como Family Guy (cámbiese a los Simpsons por los Griffin y a Springfield por Quahog) o como King of the Hill (lo mismo con la familia Hill y el pueblo de Arlen), presentando patrones de humor que se alimentan entre sí y llegando a hacer que sus gags sean intercambiables. Todas ellas son ejemplos de un género que podríamos denominar "sitcom de animación" y es normal que en el caso de The Simpsons (la más antigua de todas) ya se hayan agotado todas las posibilidades, no sólo para los personajes de la familia protagonista, sino también para todos los habitantes de la ciudad, lo que ha hecho que el interés despertado con sus primeros capítulos (especialmente en algunos de su segundo año, donde pudimos encontrar una sutil pero incisiva visión de la ética americana pocas veces vista en televisión), sea casi inexistente en sus últimas temporadas. Así, si bien la serie goza de una perenne salud comercial, su agonía artística dura ya varios lustros. Y es justo durante esta crisis cuando sus artífices han decidido hacer de la serie un largometraje.

A la hora de adaptar el formato de sus series de animación a la gran pantalla (llámese Rugrats, South Park o Las supernenas) las productoras de televisión también tienen sus fórmulas, que pasan por un guión algo más cuidado y variado de lo habitual (para convertir una sitcom en un film de género, de aventuras a ser posible), un uso puntual de la animación en tres dimensiones (supongo que para demostrar que la película ha costado más cara que un capítulo normal) y la inclusión de los obligatorios guiños para los incondicionales del original, pero procurando que el largometraje tenga la suficiente autonomía como para poder ser comprendido por aquellos que se acerquen al producto por primera vez. En el caso de Los Simpson: La película esta última premisa no siempre se cumple (véanse escenas como aquella en la que el pequeño empollón Martin Prince devuelve a los gamberros del colegio la paliza que éstos le han propinado en varios capítulos de la serie), imagino que en el caso de esta adaptación no había que tener cuidado alguno, ya que es difícil encontrar a un televidente que, a estas alturas, no conozca hasta el último personaje de tan repetida serie. Es ésta una importantísima ventaja de partida para el director de la función, David Silverman, quien no sólo es uno de los más antiguos que la serie tiene en nómina, sino que también es un profesional experimentado en la composición de planos en horizontal, co-autor de la sobresaliente Monsters, Inc., una de las cumbres del cine de animación de la presente década. Gracias al oficio de Silverman, Los Simpson: La película despliega un formidable sentido del tempo narrativo. En cualquier caso (y es una lástima) el producto no consigue desprenderse del humor superficial y gratuitamente gamberro que luce la serie actualmente. Como resultado de esta superficialidad, Los Simpson: La película es un largometraje entretenido y que se ve sin pestañear, pero que se olvida a los quince minutos de abandonar la sala.

'The Simpsons Movie' - David Silverman - 2007 [ficha técnica]
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