domingo, 14 de diciembre de 2008

El tren de las 3:10

Si James Mangold dirigió un relato de policias como si fuera un western en Cop Land, la historia de El tren de las 3:10, ambientada en la época de los primeros ferrocarriles y cuyo hilo narrativo se construye en torno al viaje de unos pistoleros, rodada por Mangold se parece más a un thriller de acción que a un western tradicional. Gracias a este tratamiento, sus dos horas de metraje transcurren sin altibajos, sin baches narrativos (si bien la filmación de algunas de las numerosas fugas de los protagonistas es de tal frenetismo que carece de credibilidad). Es muy probable que sea ésta la única manera plausible de enfocar el desafortunado guión de partida de Halsted Welles y Michael Brandt (a partir de un relato de Elmore Leonard que ya fue llevado al cine por Delmer Daves en 1957), donde priman los clichés del cine comercial contemporáneo por encima de su tradición genérica o, incluso, la coherencia de sus personajes: si bien hay personajes como el ranchero Dan Evans (Christian Bale) o el malvado Charlie Prince (Ben Foster) que están correctamente definidos en el guión, el del forajido Ben Wade (Russell Crowe) queda mucho más difuso, no teniendo unas motivaciones claras ni una evolución psicológica constante. Wade puede ser un ladrón sin conciencia que mata y deja matar en sus asaltos o puede ayudar a un hombre a recuperar la confianza de su hijo; es capaz de disparar a uno de sus hombres por haber sido despistado poniendo en peligro la vida de sus compañeros y de liquidar a todos ellos aunque hayan sido leales recorriendo cientos de kilómetros para ayudarle; unas veces bromea y se toma las cosas como un juego, otras sufre y pone su vida en peligro para escapar de sus raptores. Ni siquiera es un personaje ambiguo que le dé diferentes lecturas al relato, sencillamente está mal definido porque sus creadores se han preocupado más de sus acciones y de que creen el adecuado efecto dramático en cada momento de la trama: frenético arranque inicial, persecuciones que se suceden regularmente, un malo que se vuelve bueno, un hombre sencillo que se vuelve héroe... y mientras tanto mucha acción y un uso muy trivial de la violencia, rozando a veces peligrosamente un ritmo de videoclip que recuerda a infames westerns como Rápida y mortal de Sam Raimi. Al menos el film de Mangold es entretenido.

'3:10 to Yuma' - James Mangold - 2007 [ficha técnica]
... leer más

jueves, 11 de diciembre de 2008

My Blueberry Nights

La doble empresa que el año pasado concluyó el operador de cámara Darius Khondji es una de las más complicadas a la vez que poco gratificantes que puede deparar el negocio del cine. No nos referimos a la tarea de ayudar a Michael Haneke y Wong Kar Wai a integrar sus estilos visuales en el esperado debut norteamericano de ambos, sino a la de sustituir a sus habituales directores de fotografía imitando lo más posible el estilo de éstos. Por un lado, como producto del capricho de Haneke al querer calcar plano a plano su trabajo anterior en la versión americana de Funny games, Khondi tuvo que desaparecer entre sus propias imágenes al repetir minuciosamente el (funcional) trabajo que en su día realizara el alemán Jürgen Jürges, con el consecuente olvido por parte de la crítica ante una labor no por impersonal menos minuciosa. El segundo caso implica, si cabe, una responsabilidad mucho mayor, ya que Wong Kar Wai para su estreno en Estados Unidos ha prescindido de su colega Christopher Doyle, alguien con quien ha contado para casi todos sus largometrajes y en cuya fotografía a menudo se ha querido ver el auténtico valor del trabajo del cineasta chino, especialmente en dos films tan aclamados como 2046 y, sobre todo, Deseando amar. Aquí la ignorancia generalizada hacia Khondji es todavía más injusta. El hecho de que My Blueberry Nights no tenga nada que envidiar desde un punto de vista estético a ningún otro trabajo de su director no sólo demuestra que la autoría de éste está por encima del equipo técnico o del estudio para el que trabaje, también da fe de la ejemplar profesionalidad de Khondji a la hora de adaptarse a la psicología del cineasta con el que colabore.

La participación del técnico supone, no obstante, más un punto de inflexión que una mera continuación dentro de la filmografía de Wong Kar Wai. Pese a compartir un palpable barroquismo con Doyle (véase la frecuencia con la que director y operador colocan cristales con coloridos neones entre la cámara y los personajes), Khondji aporta al cine de Wong Kar Wai un cromatismo primario de una gran vitalidad, rescatándolo así de los tonos ocres en los que se estaban imbuyendo sus últimos trabajos. Es una plástica tan viva, tan "empalagosa" (no en vano, su título se refiere a los pasteles que devoran sus noctámbulos personajes), que Khondji termina atenuando la adulta mirada que Wong Kar Wai tenía hasta ahora, concibiendo así un film menos impactante que los rodados por el director en Asia. Con todo, se trata de un interesante viaje filmado en el que se suceden una serie de relatos individuales con el personaje de Elizabeth (interpretado con enorme credibilidad por la vocalista de jazz Norah Jones) como elemento común. Este viaje físico (de Nueva York a Las Vegas) lleva asociado otro viaje iniciático, en el que Wong Kar Wai aprende y se adapta a un nuevo contexto cultural, tomando prestados elementos de cierta tradición del cine independiente americano, que va desde la road movie hasta el melodrama romántico, al tiempo que añade puntuales autorreferencias, como ese arreglo folk del popular "Yumeji's Theme" de Shigeru Umebayashi que suena en varias ocasiones, o la presencia de actrices como Rachel Weisz o Natalie Portman como traslación americana de los personajes que otrora encarnaron las elegantes Maggie Cheung o Faye Wong.

'My Blueberry Nights' - Wong Kar Wai - 2007 [ficha técnica]
... leer más

viernes, 28 de noviembre de 2008

Gomorra

Italia es un ejemplo de economía controvertida, llena de contrastes. Estando en el Sur de Europa compite con países como Portugal, España o Grecia por no ser el país menos rico de la Unión Europea. Pese a contar con una industria medianamente sólida, el nivel de vida de sus habitantes no está a la altura del de sus vecinos del Norte. La población italiana se reparte ente los que llevan una vida provinciana de (excesiva) humildad y los que se han subido al tren del consumismo en unos núcleos urbanos que, por otro lado, poseen unas infraestructuras precarias. A la hora de exportar, es un país cuya producción lo capacita para competir en el mercado de productos de bajo y medio coste pero nunca está en los puestos de cabeza. Todo ello no impide un hecho insólito: Italia es número uno mundial en el mercado de lujo, ése que sólo se dirige a unos pocos. Esto se refleja en las costumbres de un país apegado al servilismo, donde la mayoría no disfruta de grandes riquezas pero fabrica carísimos vehículos deportivos y confecciona trajes para millonarios.

Alrededor de esto último gira uno de los hilos conductores de Gomorra, la novela de Roberto Saviano que Matteo Garrone ha llevado al cine. En ella, Pasquale (Salvatore Cantalupo) es un sastre de renombre dentro de la economía sumergida que trabaja para firmas de alta costura, y que se ve amenazado por la mafia por ofrecer sus servicios a la competencia. Pasquale ve cómo actrices de renombre internacional lucen sus vestidos sobre las alfombras rojas de los festivales de cine: él se mueve en un entorno donde hay que jugarse la vida a diario para hacer felices a unos cuantos privilegiados que, por su parte, no quieren saber nada de sus desgracias. Tampoco quieren los directivos industriales que contratan los servicios de Franco (Toni Servillo) y Roberto (Carmine Paternoster) saber a dónde van a parar las toneladas de residuos tóxicos que éstos entierran comprometiendo la salud pública y poniendo en peligro la vida de niños y trabajadores. Franco explica a su joven acompañante que su actividad ha permitido que muchas familias paguen sus deudas y le pregunta si cree que él está por encima de eso, si acaso es mejor trabajar cocinando pizzas. Así, Gomorra llega más lejos que Ciudad de Dios a la hora de describir un crimen organizado que no respeta la vida de mujeres ni de niños. Saviano y Garrone entienden la situación en provincias como Caserta o Nápoles como consecuencia del capitalismo más feroz, donde el negocio tradicional es engullido por el sistema, haciendo que las tierras solo valgan como cementerio de deshechos.

El relato de Saviano se prestaba a un tratamiento colectivo como el realizado por Steven Soderbergh en Traffic (en Gomorra también se ponen sobre el tablero casi todas las piezas que componen la trastienda del crimen organizado: el capo, el matón, el rebelde, el diplomático, el que quiere entrar, el que quiere salir...). Hay incluso en el film algo de disección del relato cámara al hombro heredada de directores como Gus Van Sant o Cristian Mungiu. Pero el estilo de Garrone recuerda a cinematografías más apegadas al documental, como la del portugués Pedro Costa. En ese sentido, Garrone es un neorrealista que no renuncia a una barroca puesta en escena y a un uso de los escenarios de gran naturalismo. Véanse los angustiosos travellings a lo largo de los pasadizos donde los personajes se persiguen y se vigilan entre sí, o momentos como cuando los jóvenes Marco (Marco Macor) y Ciro (Ciro Petrone) disparan diferentes tipos de armas semidesnudos en la playa, siendo a un mismo tiempo una demostración de las ansias de violencia de los personajes y una ridiculización de ese mismo sentimiento. En Marco y Ciro encontramos los pocos vínculos que Gomorra guarda con el cine de gangsters tradicional, en sus continuas mitificaciones de Tony Montana (protagonista de Scarface) o en la secuencia del improvisado atraco en un salón recreativo, una especie de puesta al día del robo al restaurante con el que una pareja de ladrones abría y cerraba Pulp Fiction. El destino final de ambos personajes deja bien claro cuál es la postura del film: en Gomorra no hay héroes cinematográficos, y no basta con culpar de los asesinatos a pistoleros, policías corruptos o políticos, sino que hay que acusar a toda la sociedad del bienestar, culpable de situaciones tan graves como la de ciertas regiones de Italia.

'Gomorra' - Matteo Garrone - 2008 [ficha técnica]
... leer más

sábado, 22 de noviembre de 2008

Sweeney Todd, El barbero diabólico de la calle Fleet

Aquellos críticos que, a finales de los ochenta, vieron en Tim Burton un gran talento creador lo hicieron conmovidos por su capacidad para mezclar el fantástico más gótico y oscuro con una manera muy inocente (casi ingenua) de trabajar, descendiente de la frescura creativa de cineastas como Roger Corman, gente que sobrevivía en la industria gracias a su habilidad para rendir al máximo con unos recursos muy reducidos. Tim Burton tributó en incontables ocasiones a la humildad de estos profesionales con los que se deleitó en su juventud, de hecho alguno de los hitos de su carrera están dedicados a los habituales del cine de terror de bajo presupuesto, ya fueran actores (como el homenaje a Vincent Price en el corto Vincent, considerado como el trabajo que sentó las bases de su estilo) o directores (Ed Wood, todavía su mejor película, fue un peculiar biopic del que es considerado como peor director de la historia del cine). Sin embargo, a medida que la fama y la edad han ido afectando a aquel joven creador, sus películas han ido aburguesándose, alejándose de la humildad que tanto predicó. Burton ahora trabaja a partir de ideas que prepara a conciencia para después desarrollar de forma fugaz en el set de rodaje. Apenas queda arte en el trabajo de Burton como realizador. Ya no necesita torturarse tras las cámaras para conseguir difíciles efectos a partir de recursos rudimentarios, porque ahora puede maquillar cualquier defecto en la fase de postproducción, sabedor de que dispone de una tecnología y unos presupuestos ilimitados. La planificación de sus tomas es, por ello, efectista y sus habituales actores hacen gala de un histrionismo que, a estas alturas, le es casi indisociable. Es significativo que La novia cadáver, único trabajo salvable en su filmografía reciente, resulte mucho más riguroso en su puesta en escena, mucho más "teatral", que el resto pese a estar protagonizado por una marioneta en lugar de por un Johnny Depp de carne y hueso (el maquillaje y la sobreactuación de este actor han terminado por ser algo que le acompaña incluso cuando trabaja con otros directores). El hecho de que Sweeney Todd sea un musical es sólo un paso más en esta filosofía: trabajar todavía más la preproducción escribiendo no sólo los diálogos y las situaciones sino también las partituras, y hacer que sus actores den un paso más en sus sobreactuaciones obligándoles a cantar.

La música en películas como Charlie y la fábrica de chocolate o Sweeney Todd también es una consecuencia de que el actual estilo de trabajo de Tim Burton se parezca peligrosamente a la fórmula que tantas sobrevaloraciones otorgó a los estudios Disney precisamente en uno de sus peores momentos, cuando sus productos habían perdido el encanto de los primeros largometrajes de la compañía pero todavía no habían aparecido John Lasseter y su equipo para salvarla de la crisis. Las historias de Disney eran por aquel entonces adaptaciones de cuentos clásicos, sazonadas por carísimas técnicas de animación y canciones por las que, sistemáticamente, ganaban un Oscar. Tim Burton también adapta un cuento en cada nueva película y si Sweeney Todd no parece apto para el público de La sirenita o La bella y la bestia ello no significa necesariamente que la mirada de Burton sea más adulta. Así, si bien uno de los (pocos) aspectos interesantes de Sweeney Todd es el hecho de que esté protagonizada por el macabro barbero y su despiadada acompañante, renunciando a una opción más amable como el pequeño Toby (Ed Sanders) o el enamoradizo Anthony (Jamie Campbell), Burton no consigue que nos identifiquemos con sus antihéroes, no nos transmite ningún mensaje y tampoco nos entretiene. Valga como ejemplo de esto último el momento en el que el cineasta parece perder el sentido del buen gusto y filma de forma repetitiva al protagonista degollando a su clientela: como el sexo en una película porno, el problema de estas escenas ya no es que hiera la sensibilidad de algunos espectadores por la naturalidad con la que son filmadas, sino que aburren por la manera mecánica en la que se suceden.

'Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street' - Tim Burton - 2007 [ficha técnica]
... leer más

domingo, 9 de noviembre de 2008

Happy. Un cuento sobre la felicidad

Como indica el nada imparcial título en español de Happy-go-lucky, la última película de Mike Leigh pretende ser un ensayo sobre la felicidad de los individuos. Poppy (Sally Hawkins) es casi el paradigma del optimismo y las buenas intenciones, y demuestra un estado de felicidad casi perenne que queda claro ya en la primera secuencia, al no perder la sonrisa cuando habla con un dependiente antipático o cuando descubre que su bicicleta ha sido robada. Dado que el cine de Leigh es un cine más de personajes que de situaciones, lo más interesante del asunto es descubrir cómo se relaciona la feliz Poppy con sus semejantes. El resultado es un film bastante irregular y a ratos empalagoso, pero con apuntes bastante notables. Véase la relación de Poppy con una de sus hermanas que ha dispuesto ya las condiciones del resto de su vida (con una pareja y una hipoteca concebidas casi de manera mecánica) y, siendo una persona claramente más amargada, todavía se permite aconsejar a Poppy para que sea feliz, o el hecho de que la protagonista trate a niños y adultos de la misma manera, logrando así la difícil labor de hablarnos de felicidad o tristeza como abstracción y no como estado de ánimo concreto.

Al igual que le ocurrió a Paul Thomas Anderson en Embriagado de amor, el acercamiento de Mike Leigh a la comedia más o menos romántica es un ejercicio envenenado por su condición de autor. Leigh no consigue reprimir sus innatas dotes de observador del mundo a la hora de hacer cine atendiendo a las convenciones marcadas por un género. Así, nos encontramos con que uno de los momentos más memorables de un film a priori positivista es el estallido en forma de violento monólogo de un personaje tan trastornado y reprimido como Scott (encarnado de manera sobresaliente por Eddie Marsan), el monitor de autoescuela con el que Poppy comparte alguno de los momentos, por otro lado, más divertidos de la película. Es terrible la manera en la que Leigh convierte la cómica y ficticia relación entre ambos personajes en un problema real: como en muchas otras comedias, la protagonista de Happy-go-lucky rebosa empatía, pero esto termina chocando violentamente con el carácter introvertido y enfermizo de quienes habitan en el cine del director británico.

'Happy-Go-Lucky' - Mike Leigh - 2008 [ficha técnica]
... leer más

martes, 14 de octubre de 2008

Tiro en la cabeza

Los dos primeros largometrajes de Jaime Rosales ya certificaron que su cine habla sobre la condición humana o sobre la sociedad desde un punto de vista abstracto, atemporal. El atentado que tenía lugar en la parte central de La soledad le servía como metáfora del relato, significando que la situación de sus personajes sufría una tensión que no podía sino acabar explotando. Rosales llevaba su peculiar lectura de los hechos hasta un extremo tal que nunca mostraba a sus personajes hablando sobre temas como el terrorismo o la política, para no traicionar así el carácter trascendental de su discurso con tópicos coyunturales. La soledad no era un film sobre el terrorismo como tampoco Las horas del día lo fue "sobre la vida cotidiana de un asesino en serie" (como tantos críticos malinterpretaron en su día), y sí sobre un individuo tan aterradoramente "normal" que había llevado su apatía hasta unos niveles en los que matar a otra persona era un acto tan irrelevante como ir a trabajar por las mañanas o discutir con la pareja de vez en cuando. Con Tiro en la cabeza Rosales sigue por este camino: Ion Arretxe es en la película un ciudadano que emplea la mayor parte de su tiempo en tareas cotidianas, como charlar con su kioskero, quedar en el bar con un conocido, acostarse con una amiga, escuchar unos discos en un centro comercial... hasta que un día él y un compinche terminan asesinando a bocajarro a dos jóvenes que encuentran en un restaurante de carretera. Como en La soledad, el atentado aquí es un hecho del que no se nos da ningún dato, y por más que se conozca la historia y que el espectador tenga acceso a cierta información (se sabe que el film está basado en el asesinato de dos guardias civiles el año pasado en Capbreton), ésta no aparece en las imágenes del film. Su director vuelve a utilizar el cine para despegarlo de una realidad concreta y hacerlo aplicable a muchas otras realidades. Ello no impide, no obstante, que su abstracto discurso ofrezca una lectura acotada, y que aporte un interesante punto de vista sobre el problema del terrorismo de ETA (la manera de mostrar los hechos vendría a ser una metáfora de la sorda relación existente entre ambos bandos del conflicto), donde se nos dice que el terrorista puede ser un tipo corriente, casi entrañable, aunque es capaz de asesinar con brutalidad, por no hablar de la acertadísima descripción física que Rosales aplica a sus actores (mientras que los del entorno de Ion tienen un aspecto desaliñado y socrático, sus víctimas parecen inexpertos jóvenes sanos y aseados).

Su responsable, por tanto, vuelve a concebir un film muy sugerente desde un punto de vista semántico, aunque esta vez realiza un trabajo bastante irregular como realizador, al apostar por un estilo radical que convierte el visionado de su película en una experiencia límite: toda ella está rodada "espiando" a sus personajes con cámaras emplazadas en la lejanía y, por tanto, privándonos de sus diálogos. Durante esta experiencia, vienen al recuerdo algunos trabajos como Close up o El espejo cuyos directores (los iraníes Abbas Kiarostami y Jafar Panahi), por exigencias del relato, tuvieron que recurrir a una filmación distante y accidental para seguir a sus personajes, con lo que lograron, paradójicamente, mayores cotas expresivas que con un estilo más pulcro. A Rosales, sin embargo, le ocurre justo lo contrario, y la apuesta formal de casi todo su metraje no le es fiable en sus momentos climáticos: durante la secuencia del encuentro entre terroristas y victimas, el montaje hace un uso tradicional de planos y contraplanos. Por otro lado, buena parte de los encuadres parecen fruto de la improvisación, les falta el rigor de José Luis Guerín en proyectos tan logrados como En la ciudad de Sylvia, donde también se jugaba con la longitud focal para experimentar con la profundidad de campo, sólo que en aquel caso cada toma era precedida por un concienzudo estudio previo de las posibilidades del lenguaje cinematográfico, lo que daba como resultado un film plásticamente perfecto. Las imágenes de Tiro en la cabeza no tienen esa virtud.

'Tiro en la cabeza' - Jaime Rosales - 2008 [ficha técnica]
... leer más

viernes, 10 de octubre de 2008

Vicky Cristina Barcelona

Vicky (Rebecca Hall) y Juan Antonio (Javier Bardem) mantienen una tensa conversación delante de la célebre salamandra del Parque Güell en una tarde de verano sin que nadie les moleste. Casi cualquier español que haya visto Vicky Cristina Barcelona sabe que es imposible acercarse a ese escenario en temporada alta sin tropezar con decenas de ruidosos paseantes que posan junto a la estatua para llevarse una postal de recuerdo. Al igual que en el catálogo de una agencia de viajes, la película de Woody Allen describe una ciudad donde la imagen del viajero maleducado y molesto ha desaparecido, sólo vemos a turistas como Cristina (Scarlett Johanson) con las que a uno no le importaría encontrarse. Esta manera de ver los escenarios como una postal suele ser el detonante del ataque que films como éste sufren entre los cinéfilos que viven en los países donde son rodados. Sin embargo, para poner el grito en el cielo por este motivo a propósito de Vicky Cristina Barcelona haría falta, en primer lugar, conocer lo suficiente lugares como Los Ángeles, Londres o Venecia para saber si Allen fue menos escaparatista cuando abandonó Nueva York para rodar en esas ciudades. Después habría que abstraerse de los aspectos coyunturales, como el hecho de que tal o cual institución catalana haya participado generosamente en la producción del film (imponiendo así a sus artífices que "vendan" una buena imagen de la ciudad), para ceñirse a criterios puramente cinematográficos y preguntarse si, en el fondo, es malo que un escenario ficticio se corresponda poco o nada con su modelo real. Recordemos que la crítica francesa de primeros de los sesenta fue la primera en defender el cine de Hitchcock pese a que el cineasta no hiciera una recreación rigurosa de las localidades americanas donde ambientaba sus películas. Así, Truffaut explicaba que no le gustaba La ventana indiscreta porque no conociera Greenwich Village sino porque conocía el cine. El tema es que ni siquiera si uno se acerca a Vicky Cristina Barcelona como amante del cine descubre en ella una magnífica película.

Volviendo a Truffaut, la descripción inicial de las jóvenes Vicky y Cristina recuerda al de los protagonistas de Jules et Jim, en gran parte por el uso que se hace de la narración en segundo plano y la agilidad que se imprimé así a los pasajes narrados. Esta idea persiste debido a que los protagonistas de ambas películas terminan participando en consentidos triángulos amorosos pero, no nos engañemos, Allen queda aquí muy por debajo del director francés. Eso si, se deja influir lo suficiente como para resaltar una de las (pocas) virtudes de la película: a sus setenta y tres años, Woody Allen ha rodado una de las películas más jóvenes de toda su carrera, no sólo en el mal sentido (parece obrada por un guionista y realizador inexperto), también porque deja que el espíritu de sus personajes contagie al ritmo de su película (y hasta puede que estemos ante uno de esos divertimentos que terminan convirtiéndose en joyas con el paso de los años). En efecto, sus dos protagonistas femeninas son observadas y cuidadas con maduro respeto pese a su ingenuidad, si bien a la hora de describir a los personajes interpretados por Barden y Penélope Cruz el trazo es mucho más grueso. No obstante, esto es suficiente para hacer un interesante estudio del choque cultural que se produce, por ejemplo, entre Cristina y Maria Elena, cuando la primera intenta asimilar con ingenuidad el descaro de la española (me pregunto cómo habrán resuelto en la versión doblada del film los muchos momentos en los que Penélope Cruz alterna inglés con castellano, desesperando así a Javier Barden y logrando, de lejos, los momentos más divertidos del film).

La película no es ninguna joya pero tampoco es la menos lograda de cuantas su director ha rodado en los últimos años, y si lo fuera sería por muy poca diferencia. Tal vez el desmedido rechazo que está sufriendo en nuestro país no se deba sólo a que Allen haya rodado por encargo político, sino a que esta manera de trabajar a sueldo es demasiado evidente, sobre todo porque nunca muerde la mano que le da de comer (¿por qué ningún personaje habla mal de Barcelona, ni siquiera el novio de Vicky, quien proviene de un mundo de altos ejecutivos y sólo viaja a España para dar un capricho a su prometida?). Además, la desgana con la que el realizador suele materializar últimamente sus guiones unida a un equipo técnico que, en su mayor parte, nunca ha trabajado con él, hacen de Vicky Cristina Barcelona una rareza donde su director ha desaparecido casi por completo. Precisamente por ello encontramos aspectos bastante positivos: mientras que Allen observa a sus actrices como un mirón pasivo (pocas veces se ha visto en una pantalla de cine un beso menos creíble que el de Scarlett Johansson y Penélope Cruz), Javier Aguirresarobe hace milagros para que las situaciones terminen resultando estimulantes.

'Vicky Cristina Barcelona' - Woody Allen - 2008 [ficha técnica]
... leer más

viernes, 19 de septiembre de 2008

Una palabra tuya

El drama costumbrista español es uno de los géneros que más ha acusado recientemente la estandarización de nuestro cine. Se nos quiere vender la autoría de cineastas como Fernando León de Aranoa, Gracia Querejeta, Miguel Albaladejo o Icíar Bollaín por más que, de un tiempo a esta parte, ésta no vaya mucho más allá de sus aptitudes como guionistas. Una palabra tuya ha sido realizada por Ángeles González-Sinde pero podría haberla dirigido cualquiera de los cineastas antes citados sin que hubiera diferencias palpables. Todos ellos intentan (queremos pensar que contra su voluntad) perpetuar una idea del cine costumbrista que malinterpreta los conceptos, cambiando la seña de identidad por el tópico, y ofreciendo gratuitamente una serie de elementos fácilmente digeribles por el público: desde el joven elenco recién sacado de la pequeña pantalla (a poder ser, interpretando también los mismos roles que en sus respectivas teleseries: véanse a Malena Alterio y Esperanza Pedreño en el film que nos ocupa) hasta la funcional manera de filmar las diferentes secuencias de diálogo, dramatizándolas con puntuales melodías de cuerda, y uniéndolas mediante escenas de transición compuestas de bonitos planos urbanos o rurales, según proceda.

Las únicas virtudes de Una palabra tuya se deben al texto original de Elvira Lindo. Hechos tan loables como la claridad con la que la directora ofrece un relato narrado en diferentes planos temporales se deben a las importantes ideas apuntadas en el material de partida (al principio, las protagonistas emprenden un viaje y sabemos por los diálogos que una de ellas ha perdido a su madre, acto seguido la vemos con ella en su casa, sabiendo así que las escenas en la ciudad son un flashback de las que se desarrollan en carretera). Como es lógico, el encorsetamiento formal desarrollado por González-Sinde hace que tampoco pueda aprovechar todas las posibilidades de la propuesta inicial. Porque la fragmentación temporal da también al largometraje el carácter de "relato con sorpresa", con el problema de que, una vez conocido su secreto, González-Sinde ya no es capa de mantener el interés de la trama. Pero la prueba más clara del distanciamiento entre la historia original de Elvira Lindo y el resultado final en pantalla es el propio título: en la misa a la que acuden las protagonistas escuchamos al cura decir "una palabra tuya bastará para sanarme". El título es por tanto una referencia a las creencias y supersticiones religiosas, que salpican la historia continuamente. No es casualidad que Lindo llame Milagros a un personaje que encuentra una figurita religiosa que le concede deseos, y Rosario a la protagonista que más problemas sufre. Hay, incluso, un importante diálogo en torno a la incineración de los difuntos y la salvación del alma (declamado en una de las lamentables apariciones de Maria Alfonsa Rosso). Todo esto se diluye en el film y no está a la altura de otros temas que a González-Sinde parecen interesarle más. Se trata, como decimos, de un film costumbrista estándar con la premisa de que es mejor darle al público una historia amable sobre la gente sencilla y sus sentimientos que aburrirlo con teología.

'Una palabra tuya' - Ángeles González-Sinde - 2008 [ficha técnica]
... leer más

martes, 16 de septiembre de 2008

Che, el argentino

En una de las secuencias de la película de Walter Salles Diarios de motocicleta, un ingenuo Ernesto Guevara invita a una joven a bailar tango, pero confunde los pasos con los del mambo, ganándose así las bromas de sus colegas. En consecuencia, más adelante, estos bautizan como "Mambo-Tango" a la embarcación con la que Guevara continuará su viaje por el río Amazonas. El nombre, más allá de la broma entre amigos, encierra una fuerte significación: se trata de la combinación de un baile con origen rioplatense y otro desarrollado en las Antillas, por un lado, aunando Argentina y Cuba, que fueron origen y destino del Che, por otro, acotando la región donde el protagonista quería llevar a cabo su revolución, es decir, todo Sudamérica desde el Cono Sur hasta el Caribe. También el joven Guevara de Che, el argentino pone como condición para participar en el levantamiento que organiza su colega Fidel Castro que le deje hacerlo efectivo en todo América del Sur una vez resuelto el asunto en Cuba. La cinta de Walter Salles vendría a ser un importante prólogo para la de Steven Soderbergh, aunque también es un modelo que el director de Traffic debería haber tenido más presente. Diarios de motocicleta se desarrolla en la América anterior a la revolución cubana, cuando Ernesto Guevara era poco más que un médico haciendo turismo rural y, como consecuencia, su visión es objetiva, casi documental. Por contra, Che, el argentino tiene lugar en pleno conflicto y debe tomar partido y casi juzgar al protagonista, y aquí es donde el film plantea más dudas. El guión, escrito por el inexperto Peter Buchman, está basado en las memorias de su protagonista y la mayoría de sus imágenes describen los hechos que éste conoció de primera mano, con lo cual es lógico que su juicio sobre el conflicto barra para el bando revolucionario. Lo que es algo más chirriante es que el relato rompa sus leyes del punto vista cada vez que tiene ocasión de desprestigiar al bando contrario (cf. los militares que disparan por la espalda a sus sensatos desertores, o engañan y abandonan cobardemente a sus hombres vestidos de paisano) o de justificar las ejecuciones de las que el líder revolucionario es presunto responsable (sólo vemos que ordena ejecutar a quienes, durante su deserción, han castigado a la población robando y violando en nombre del bando de Fidel).

Este partidismo puede venir dado de su producción: el logo de Telecinco al principio nos advierte de que Che, el argentino es, en gran parte, una película española, y que se va a dar por supuesto que la revolución Cubana no tiene por qué ser muy diferente a como tantas veces se nos ha contado la Historia en nuestro cine, donde todo es blanco o negro, sin ambigüedades. Gracias al trabajo de Soderbergh, esta parcialidad no se traduce en un producto del todo desdeñable. Sus dos horas y media son sólo la mitad de un proyecto compuesto por dos largometrajes, pero su relato no se ve truncado por este hecho. Su duración es la justa y sus últimas secuencias constituyen al mismo tiempo un desenlace y un final abierto. Además, Soderbergh vuelve a recurrir al uso de diferentes formatos para diferenciar épocas o lugares, imprimiendo así algo de pluralidad a un material que, como decimos, es demasiado partidista. Las escenas a todo color que filman la acción principal son complementadas por un puñado de tomas en el pasado, con la imagen muy granulada, donde los jóvenes Fidel y Raúl Castro ponen a la revolución unos antecedentes en términos de cifras y datos medibles. Por otro lado, están las tomas en blanco y negro donde Guevara participa en entrevistas y asambleas posteriores a su revolución, aportando sus teorías sobre el comunismo y el capitalismo. Benicio Del Toro, también productor, se siente libre de interpretar a un personaje que es, ante todo, una leyenda cuya auténtica figura de carne y hueso pocos recuerdan, una libertad de la que no goza Demián Bichir al recrear al celebérrimo Fidel Castro, recreándose en exceso, de manera casi cómica, en sus tics, logrando crear un espejo superficial del mandatario cubano pero nunca convenciéndonos de que esa misma persona tuvo la capacidad de cambiar la historia de un país y permanecer en el poder durante décadas.

'The Argentine' - Steven Soderbergh - 2008 [ficha técnica]
... leer más

viernes, 12 de septiembre de 2008

El caballero oscuro

La capacidad de incomodar al espectador que tienen personajes como la Erika Kohut de La pianista o el Hannibal Lecter de El silencio de los corderos se debe a cómo conjugan una personalidad sofisticada y refinadamente culta, con habilidad para interpretar o disfrutar una pieza de Bach o Schubert, con una mente perversa capaz de maquinar las más terribles aberraciones. El crítico Antonio José Navarro se lamentaba del tratamiento que el film Hannibal, el origen del mal hacía de Lecter, siendo un film cuyo guión "destroza la tenebrosa magia que irradia tan diabólico personaje, explicándolo, dándole una forma humana a su psique torturada, todo lo aberrante que se quiera, pero asimilable para el espectador" (Dirigido por..., marzo de 2007). Joker, el villano de El caballero oscuro interpretado a título póstumo por un sobresaliente Heath Ledger, es también un personaje irracionalmente malvado y el hecho de que continuamente se nos presente como encarnación del mal sin causas ni efectos lógicos es una de las mejores ideas del relato, que además es potenciada por los artífices del film cada vez que el personaje entra en escena (véase la eléctrica pieza que le dedican Hans Zimmer y James Newton Howard, una partitura que, según parece, Zimmer estuvo a punto de cambiar por otra de corte más sentimental a raíz de la muerte de Ledger, lo cual habría afectado, sin duda, al tono global del largometraje). Al igual que los protagonistas de Funny Games, el Joker de El caballero oscuro no busca un premio material en sus macabros actos (se las arregla para asesinar a sus compinches, quedándose así con la mayor parte de un botín al que luego prende fuego), al tiempo que parece burlarse de víctimas y espectadores bromeando sobre el origen de su mente trastornada (de ahí que relate diferentes versiones acerca de las cicatrices en su cara).

El hecho de que este Joker no tenga tanto que ver con un supervillano al uso como con el clásico psicokiller se debe también a cómo Christopher Nolan ha concebido el producto sin pecar de la ligereza habitual de un film de Tim Burton. El guión, escrito por el propio director en colaboración con su hermano, invitaba a pensar desde su origen que el resultado final iba a ser muy diferente por lo que tiene de relato múltiple: esta vez, el hombre murciélago no es un héroe solitario, y junto a él pelean detectives, policías, fiscales y jueces. De esta colectividad surge de manera espontánea un calculado montaje con más de una interesante ejecución en paralelo (sirvan como ejemplo cada una de las escenas de creciente intensidad en las que Joker se las ingenia para atentar simultáneamente contra diferentes objetivos). La historia avanza así entre el género de superhéroes y el policíaco, aunque no siempre de manera fluida ya que, en sus dos horas y media, también hay sitio para que asome puntualmente lo peor de ambos. Por un lado están unos compases iniciales donde Nolan precisa de una excesiva verborrea para situar su trama policial, mientras que se nos ofrecen algunos gratuitos alivios cómicos a costa de las apariciones de Bruce Wayne (Christian Bale) acompañándose de despampanantes mujeres con las que intenta llamar la atención de Rachel Dawes (Maggie Gyllenhaal). Por otro, El caballero oscuro fracasa cuando quiere conmovernos con los conflictos internos de su superhéroe, al igual que Spider-Man de Sam Raimi o Superman returns de Bryan Singer, o abusa de la fantástica tecnología que sus colaboradores le proporcionan.

Finalmente, queda en la película una idea de enorme calado. Como tantas películas recientes (véanse las asiáticas Infernal Affairs (Juego sucio) y Deseo, peligro, las americanas Infiltrados y El buen pastor o las europeas Promesas del Este y El libro negro) El caballero oscuro es un relato en torno a la infiltración y a los agentes dobles. Desde la primera secuencia (donde unos atracadores tienen la doble misión de robar un botín y asesinar a sus compañeros) es un reflejo fiel de una cierta manera de leer los tiempos que corren: con políticos y medios mintiendo continuamente, el ciudadano no puede fiarse de casi nada. En un momento del film, Harvey Dent (Aaron Eckhart) llega a preguntarse si queda alguien en quien confiar, a lo que su compañera responde con un retundo "Bruce Wayne", precisamente quien oculta la identidad más desconocida de todas. Como resultado de esta espiral paranoica aparecerá al final un nuevo villano que tratará de desenmascarar y hacérselo pagar a todos aquellos que le traicionaron. Éste se hace llamar, no por casualidad, "Dos-caras".

'The Dark Knight' - Christopher Nolan - 2008 [ficha técnica]
... leer más

domingo, 17 de agosto de 2008

WALL·E

En el último número de Cosas de cine, Diego Salgado elabora un interesante análisis de Cars a partir de la premisa de que la animación por ordenador lleva mucho tiempo demostrando tener unas capacidades expresivas ilimitadas y concluye que si aquella película (como casi cualquier film de animación) respetaba las estructuras clásicas narrativas era porque "el público precisa de ciertas convenciones visuales que le permitan asumir sin sobresaltos mundos que no son el nuestro, pero que terminarán por indiferenciarse de él en su textura". Este interesante corolario explicaría por qué las dos películas de los estudios Pixar dirigidas por Brad Bird no estén (sobre todo en el caso de la aburrida Ratatouille) a la altura de las conducidas por John Lasseter o Pete Docter para este mismo estudio, ya que son las dos únicas historias donde los humanos sostienen gran parte del protagonismo. Obviamente, el interés por la técnica digital es mucho mayor cuando se utiliza para hacer creíble algo que no es real. En una historia con seres humanos se pierde este poder de fascinación, y su lugar lo ocupa una aburrida sensación de seriedad. Lo más llamativo de la manera en la que los mejores films de Pixar describen estos mundos no es la apabullante capacidad de los técnicos del estudio en lo que a animación tridimensional se refiere (que también) sino la pasmosa habilidad de sus directores para describir cinematográficamente estos mundos con el mínimo de medios narrativos posible. Basta con repasar los primeros compases de WALL·E para apreciar la enorme información que obtenemos a partir de poquísimos planos (y de una puesta en escena elaborada a partir de caprichosos encuadres que simulan emplazamientos, travellings y teleobjetivos con un realismo impecable), lo cual es más llamativo si se tiene en cuenta que el film de Andrew Stanton carece de diálogos en casi todo su metraje, cualidad que hace que el realizador haya llevado más allá la proeza que sus compañeros han conseguido año tras año: WALL·E ya no es sólo superior cinematográficamente a casi todo el cine comercial con el que compite en cartelera, sino que puede rivalizar con cualquier director allí donde llegue el cine narrativo. Obsérvese que recientemente sólo directores como Paul Thomas Anderson o Joel Coen han sido capaces de contar una historia a partir de un largo segmento donde los protagonistas apenas pronunciaban una palabra y sabremos de qué estamos hablando. De hecho, las maneras de la cinta de Stanton la emparejan con directores mucho más alejados geográficamente, como el alemán Veit Helmer, el surcoreano Kim Ki-Duk o el israelí Elia Suleiman, directores que han reivindicado en películas tan diferentes como Tuvalu, Hierro 3 o Intervención Divina un cine principalmente visual, no apoyado en el sonido más de lo estrictamente necesario. WALL·E no tiene nada que envidiar a estas películas en su evocación de aquellos directores clásicos que siguieron añorando el cine silente aún décadas después de haber aparecido el sonido en los aparatos de proyección. Las imágenes del protagonista irrumpiendo en la nave espacial Axiom, una gigantesca plataforma completamente automatizada, es casi una revisitación del cine de Jacques Tati, si bien el robot de Pixar no es un Monsieur Hulot sobrepasado por la domótica, sino un asombrado espectador de una aterradora sociedad perfecta que podría haber soñado Aldous Huxley, cuyos ciudadanos son dirigidos por una multinacional llamada BnL, que ha terminado controlando todos los mercados.

No obstante, hay que lamentar, una vez más, que la última maravilla del estudio de John Lasseter no esté teniendo la suficiente consideración basándose en términos estrictamente artísticos, ya que, como viene siendo habitual, la atención generalizada se focaliza en cuestiones extracinematográficas. En este caso, el tema de conversación ya no gira sólo en torno a sus virtudes tecnológicas, o a su copiosa rentabilidad en taquilla. Además de estos tópicos, WALL·E ha levantado un encendido debate de carácter político, no siempre justificado, que corre el peligro de empañar sus virtudes narrativas. Admitamos que la historia encubre una suerte de panfleto contra el consumismo, en tanto que culpa a ello de la devastación del planeta y de la deshumanización de unos individuos con obesidad mórbida, pero no dejemos pasar la trama principal del relato, la historia de amor artificial entre los robots protagonistas, cuyo mensaje ante todo es un canto al contacto físico, algo que ya no va tanto contra el capitalismo como contra las consecuencias de la excesiva dependencia tecnológica en la que viven los humanos del film (y nosotros), haciéndolos más mecánicos que las propias máquinas. En ese sentido, es especialmente destacable la secuencia en la que el oficial al mando de Axiom utiliza sus propias piernas para desplazarse, momento en el que suena la célebre pieza de Así habló Zaratustra que tan popular hizo Kubrick: en el particular 2001 descrito por Stanton el descubrimiento ya no es el del hueso que se utiliza como arma por una tribu de simiescos antepasados del hombre, ni el de la vida extraterrestre en la era espacial, sino el de las propias facultades naturales por parte de unos seres humanos que ya no se reconocen a sí mismos. Por otro lado, es un punto rebuscado acusar al protagonista (como se ha hecho) de apoyar la piratería por grabar en VHS un fragmento de Hello Dolly, o ver una representación gráfica del comunismo en el color de los uniformes de los ciudadanos de Axiom (dos de ellos empiezan a descubrir el mundo después de que WALL·E los "desconecte" accidentalmente de sus pantallas, un instante antes de que una gran computadora central ordene a todos ellos que vistan de azul, por lo cual los "buenos" permanecerán vestidos de rojo). Tampoco es justo acusar al film de hipócrita por denunciar un mundo en el que la multinacional Disney se mueve como pez en el agua (entre otras cosas gracias a los millonarios beneficios que le proporcionan películas como ésta), ya que el film se defiende de esta acusación con un argumento que muy pocos espectadores habrán llegado a apreciar, ya que tiene lugar una vez finalizados los títulos de crédito (que muestran un excelente epílogo en su forma de describir una nueva civilización en la que los robots enseñan a los humanos a estar vivos), cuando vemos la clásica postal del castillo de Disney que cierra todas sus producciones, seguida del logo de BnL, como si fuera ésta y no Disney la responsable última del proyecto: una manera muy sutil de alertarnos de que el mal hay que empezar a buscarlo en uno mismo.

'WALL·E' - Andrew Stanton - 2008 [ficha técnica]
... leer más

martes, 22 de julio de 2008

Funny Games

Desde su pase en el festival de Cannes de 2007, la versión americana de Funny games ha desconcertado a propios y extraños debido a su insultante parecido con el film homónimo rodado diez años atrás en Austria por el mismo director, el siempre controvertido Michael Haneke. En efecto, incluso detalles como la música diegética o las imágenes de archivo (la carrera de coches que se proyecta en una pantalla salpicada de sangre), casi todo ha sido reutilizado o reproducido, hasta el punto de que hay momentos en los que es imposible distinguir a qué versión pertenecen las imágenes (especialmente al principio, cuando una toma aérea sigue el vehículo de los protagonistas por la carretera). Cegados por estos detalles, la mayoría de los cronistas no ha parado de preguntarse por qué Haneke quiso rodar dos veces un mismo film repitiendo además cada toma con precisión milimétrica, no encontrando nunca una respuesta satisfactoria, básicamente porque la pregunta no es la más adecuada: por más que les pese a los enamorados de la política de los autores, en este caso, como en tantas otras ocasiones, el responsable de tan extraña decisión no es su director sino sus productores. Funny Games (1997) era una película de autor pensada para revolver las conciencias a los impasibles espectadores europeos cercanos a Haneke, pero también era un producto susceptible de ser explotado en circuitos más mayoritarios como quintaesencia del cine de terror. Así, en un ejercicio similar al cometido por Hideo Nakata al dirigir personalmente las revisiones americanas de sus célebres Ringu y Ringu 2, o al de John Erick Dowdle, director de Quarantine (una versión de Rec que, a juzgar por las imágenes que hemos podido ver, se parece de forma asombrosa al original de Plaza y Balagueró), el mercado anglosajón ha decidido importar el incómodo lenguaje del director austriaco para uso y disfrute de un sector de público mucho más amplio.

Sirva todo lo anterior para zanjar un debate tras el cual muchos han concluido que este remake era un film innecesario, más que nada porque pocos se han fijado en sus consecuencias. Haneke nunca ha vacilado en tener como objetivo de sus ataques a su propio público, un sector social occidental con un mínimo de cultura (La pianista) pero también inmerso en una grave apatía (Caché), y si alguna vez se ha pronunciado en contra de conceptos más universales, como la comunicación (Código desconocido) o la civilización (Los tiempos del lobo), ha utilizado un lenguaje sólo al alcance de ese mismo sector cultural. En Funny Games (1997) el objetivo de sus ataques no era únicamente el cinéfilo del viejo continente, sino el espectador occidental en general, aficionado a la violencia como vía de entretenimiento. Por lo tanto, este remake supone una oportunidad en la que al realizador se le permite ampliar el alcance de su discurso, y si ha resultado ser un calco del original, ello significa que, de entrada, Haneke mantiene en el mercado americano la misma libertad autoral que se le ha permitido en Europa (de nuevo, repite todas las excentricidades por las que se hizo popular el film original, como los actores que hablan y guiñan a la cámara o la célebre escena del mando a distancia); que ha sido capaz de reunir en Estados Unidos a un elenco perfectamente amoldado a su universo personal, a excepción, tal vez, de la poco "hanekiana" Naomi Watts quien, por otro lado, borda una de las interpretaciones más viscerales de toda su carrera (lo cual no es poco para una actriz que ha trabajado a las ordenes de gente como Lynch o Cronenberg), y que ha sido capaz de repetir la que probablemente sea su película mejor rodada desde un punto de vista clásico. Lo malo es que tal vez el discurso haya perdido algo de vigencia: filmar a una familia conduciendo un enorme monovolumen, accediendo a una lujosa casa de campo al borde de un lago o preparando un yate, no produce el mismo efecto en una película europea, donde se subraya la condición aburguesada de los personajes, que en una americana, donde parece que tan sólo se estén repitiendo los clichés que comparten buena parte del cine mainstream y los best-seller literarios, donde todos los personajes se acomodan en un elevado estatus social. Sin embargo, otras situaciones aisladas no tenían tanta fuerza en lo que hace diez años se trató como un film de autor, como la que tiene ahora en lo que, se supone, es un film de género, por ejemplo, el personaje infantil, continuamente ridiculizado y completamente alejado del pequeño héroe que siempre tiene su momento de gloria en el cine de palomitas, o la huida sistemática de alivios cómicos, tensiones eróticas o finales felices.

'Funny Games U.S.' - Michael Haneke - 2007 [ficha técnica]
... leer más

lunes, 12 de mayo de 2008

Love and honor

El septuagenario realizador japonés Yôji Yamada se ha encargado de realizar en los últimos años tres de las cuatro novelas de su compatriota Shuuhei Fujisawa (1927-1997) que, por el momento, han sido llevadas al cine (la cuarta es Semishigure, dirigida por Mitsuo Kurotsuchi y no estrenada en España). Pese a la avanzada edad de Yamada y a su amplio currículum como autor cinematográfico (escritor de más de cien guiones y director de más de setenta películas, sólo cinco de ellas a partir de un guión ajeno) no ha sido hasta ahora cuando la prensa cinematográfica ha demostrado un especial interés por él , lo cual es lógico si se tiene en cuenta que ha dedicado la mayor parte de tan extensa carrera artística a completar una especie de cine-serie sobre el personaje japonés Tora-san: Yamada ha escrito el guión de los cuarenta y ocho largometrajes (!) dedicados a esta saga y ha dirigido casi todos ellos (excepto los capítulos tres y cuatro), lo que hacen de su cinematografía algo tan monótono como inabarcable para cualquier entendido en la materia. Ahora, en su trilogía sobre la obra de Fujisawa, Yamada utiliza elementos (desde el material de partida hasta la forma de llevarlo a la práctica) que dan al resultado final un fuerte aire de atemporalidad, lo que nos lleva a suponer que pudo haber querido realizar este tipo de películas mientras se dedicaba a otros menesteres. El estilo de Love and honor, como el de El ocaso del samurai y La espada oculta, mantiene la elegancia del teatro japonés clásico pero, sin embargo, no prescinde de una manera de entender el punto de vista que es, ante todo, muy cinematográfica. Por ejemplo, centrándonos en Love and honor, vemos que el realizador japonés compone en profundidad muchas de las escenas (especialmente al principio), desarrollando siempre en paralelo una acción secundaria, es decir, que conviven una manera de entender la puesta en escena eminentemente cinematográfica con un conjunto de elementos plásticos (atrezzo, maquillaje y vestuario) completamente teatrales. No debemos entender, por otro lado, esta teatralidad como una representación gratuita del exotismo oriental para uso y disfrute en circuitos occidentales, tentación en la que alguna que otra vez han caído directores como Hirokazu Koreeda, Takeshi Kitano o Kim Ki-duk. Al contrario, la plasticidad de cartón piedra de Love and honor es una forma límite de entender la representación cinematográfica, en la que no nos hubiera chocado encontrar la radicalidad de Louis Malle en Vania en la calle 42 o de Lars von Trier en Dogville.

En los relatos de Fujisawa vistos por Yamada solo podemos encontrar un aspecto negativo, y es que su atemporalidad reniega de cualquier aplicación a los tiempos que corren, asumiendo el riesgo de no extraer en ellos ninguna lectura interesante, aunque es precisamente esto lo que hace que su formalismo suponga un estilo opuesto al de cualquier corriente artística contemporánea, y ello es, ante todo, un atractivo. Las historias de la trilogía son casi siempre una fábula sobre la superación individual que concluyen con una moraleja cercana a lo infantil, donde el protagonista termina defendiendo el honor de los débiles y derrotando a los poderosos. Tal manera de ver las cosas supondría un problema de peso si Yamada no se tomara tan en serio dicho material, sin importarle la ingenuidad de sus propuestas. El realizador no desperdicia ninguna de las posibilidades que, por otro lado, tienen los relatos. Para empezar, en Love and honor logra mantener un ritmo constante, que no decae en las secuencias de diálogo, pero que tampoco acelera en momentos de mayor acción, como el duelo final entre el desvalido Shinnojo Mimura (Takuya Kimura) y el déspota Toya Shimada (Mitsugoro Bando), impregnando con ello un tono meláncolico que también se refleja en cada situación individual, dando fe de la tristes condiciones en las que viven los personajes. Lo mejor es la elegante forma con la que el director resuelve tales situaciones, sin alargarlas lo más mínimo ni recurrir a innecesarios excesos. Véase el momento en el que el sustituto de Sakunosuke Higuchi (Nenji Kobayashi) impone su autoridad ante los samuráis de los que se hace cargo dando un sólo grito, ante lo cual sus subordinados quedan inmovilizados, privándolos así de la libertad de la que gozaban con su antecesor (quien se ha suicidado para expiar las culpas por el accidente en el que Shinnojo se queda ciego), o cuando Shinnojo acude con su antiguo compañero ante el señor feudal al que ambos servían y por el que el primero ha estado a punto de perder la vida, momento en el que, tras permanecer de rodillas y atacados por un enjambre de insectos durante un buen rato, el jefe del clan se limita a detener un instante su paso y pronunciar una brevísima frase de agradecimiento. Yamada es, por ello, uno de los más dignos herederos del cine japonés clásico, sin que ello signifique que la labor del resto sea menos interesante, aunque sí que pocos directores como él saben utilizar las formas tradicionales de sus antecesores para lo que fueron concebidas, y no como mera moneda de cambio en festivales europeos.

'Bushi no ichibun' - Yôji Yamada - 2006 [ficha técnica]

... leer más

domingo, 11 de mayo de 2008

300

Olvidada la polémica que muchos levantaron a propósito de sus retorcidas lecturas ideológicas, 300 nos parece ahora (recuperada en DVD) políticamente hablando, todo lo contrario de lo que se dijo en el momento de su pase en cines (aunque la situación bélica mundial no haya cambiado casi nada desde hace varios años). Allí se dijo que el film hacía apología del ataque a los persas, un pueblo que ocupaba geográficamente lo que ahora es Irán y, por lo tanto, la película quería convencernos de las ventajas que para Estados Unidos tendrían sus planes de derrocar al líder Mahmud Ahmadineyad, una vez hecho lo propio con Saddam Husein. No creo que el público de los multicines viera nada político en 300 pero, si lo llegara a hacer, hubiera leído algo bien diferente, ya que los persas del film constituyen una gigantesca potencia con planes imperialistas, gobernados por un líder que tiene muy presente la religión y que cree que el demonio está en los otros, que negocia con los oprimidos a los que promete parte del pastel antes de utilizar la violencia, a cambio de que éstos formen parte de su imperio por las buenas, algo que no se parece tanto a Irán como a Estados Unidos. De hecho, la resistencia de los espartanos, que se lo ponen muy difícil a sus enemigos siendo un grupo mucho más reducido e inferior a priori, también es poco más o menos lo que iraquíes o vietnamitas han hecho con las tropas norteamericanas. Más aún, la dudosa moralidad del film, donde "los buenos" sacrifican a los bebés que presenten alguna malformación mientras que entre "los malos" cualquier ser humano, sean cual sea sus limitaciones, puede tener éxito, se parece mucho a las ideas sobre fundamentalismo y democracia que se atribuyen, no siempre acertadamente, a islamistas por un lado y a occidentales por otro. A veces tenemos suerte de que, como decimos, el público no se complique tanto las cosas, a saber lo que se hubiera dicho de la trilogía de El señor de los anillos (un modelo que 300 se toma muy en serio), una aventura en la que los sublevados atacan "las dos torres" (!) de sus malvados opresores…

En lo cinematográfico, no hay mucho interesante que decir. 300 adapta lo que antes se llamaba tebeo, después comic y ahora novela gráfica, un medio con el que no estoy muy familiarizado, por lo que sólo puedo imaginármelo a través de películas como 300, y debe ser algo así como una sucesión de viñetas de enorme calidad plástica que representan imágenes que no significan absolutamente nada, razón por la cual el dibujante añade un largo texto a pie de imagen. Porque así está rodada 300, vendida como el no va más audiovisual para no hacer un uso digno del lenguaje cinematográfico en casi ningún momento, teniendo que recurrir una y otra vez a lo que los personajes dicen o lo que una voz nos aclara para que nos enteremos de qué va el asunto. La primera escena de batalla (donde los protagonistas esperan a sus rivales en un paso muy estrecho, y utilizan una táctica con la que van, poco a poco, aniquilándolos a todos) es uno de pocos ejemplos realmente cinematográficos del producto, el resto está realizado sin la menor inquietud visual. Puede que la escena más paradigmática sea aquella en la que Leónidas (Gerard Butler) explica sus planes militares dibujando figuras en la arena: entendemos perfectamente lo que el personaje nos dice, pero lo que escribe en la arena son jeroglíficos incomprensibles y, sobre todo, prescindibles. Así lo son todo el rato las imágenes, a no ser que su cometido sea levantar los bajos instintos del espectador, el problema es que quedan huérfanas cuando una voz en off no nos dice nada de ellas, véase la escasa significación de la joven bailando semidesnuda para el oráculo, o la saturación de escenas de violencia y el obsesivo uso del slow motion. Por no hablar del exceso de pudor y la falta de atrevimiento (y en esto intuyo que el original de Frank Miller debe de ser mucho más directo) allí donde más falta hace, como cuando Ephialtes (Andrew Tiernan) es atraído por Xerxes (Rodrigo Santero) para formar parte de su ejército, tentado por mujeres de caracterización bizarra participando en una orgía, un momento que pide a gritos secuencias de sexo mucho más explícitas que las que usan los artífices de 300. A diferencia de otros cineastas más atrevidos (incluso dentro del cine comercial), éstos no han superado la etapa del cine comercial de los ochenta, cuando estaba prohibido mostrar más allá del pecho en las mujeres o el culo en los hombres, mientras que no había límite en la sangre que salpicaba la pantalla.

'300' - Zack Snyder - 2006 [ficha técnica]
... leer más

miércoles, 23 de abril de 2008

Elegy

El hecho de que un guionista lleve a la pantalla sus propios guiones no lo convierte necesariamente en autor cinematográfico, a veces sólo estamos ante un escritor que se atreve a dirigir. Woody Allen lo demuestra con el grueso de su filmografía, de ahí que su talento como guionista sea sobresaliente y que su labor como realizador resulte en muchas ocasiones demasiado funcional, y que muchos especialistas se refieran a sus trabajos no como películas, sino como textos filmados. Otra cosa distinta es que, en cualquier caso, Allen sea tan artista como el mejor de los cineastas o que, de vez en cuando, haya demostrado que tiene también una aptitud envidiable para utilizar el lenguaje audiovisual. Isabel Coixet, quien también ambienta su último trabajo en Nueva York, podría ser considerada por los mismos motivos una realizadora de textos pero, a diferencia de Allen, ella nunca ha demostrado habilidad alguna para utilizar correctamente el medio en el que ejerce. Hasta ahora, sus protagonistas casi siempre se nos han mostrado escribiendo diarios o notas cuyas palabras son impresas en la pantalla, explicándonos con rótulos lo que la directora no es capaz de contarnos en imágenes, aunque cuando intenta recurrir a éstas es todavía peor, como demuestra en su sobrevalorada La vida secreta de las palabras, casi toda ella (excepto un tramo final algo más emotivo) rellena de panorámicas vacías y diálogos aburridos. Ello nos lleva a pensar que Coixet es una escritora que utiliza el cine porque, en la actualidad, es más fácil llegar a un público masivo dirigiendo películas que escribiendo libros (siempre que los libros no sean los best seller de John Grisham o Dan Brown).

Con Elegy, Coixet emprende por primera vez una labor exclusivamente cinematográfica, y se limita a llevar a la pantalla un material ajeno, en este caso la novela El animal moribundo del aclamado Philip Roth. Lo insólito del asunto es que tal vez estemos ante la mejor película (o la menos mala) rodada por la directora barcelonesa, no porque su labor tras la cámara haya mejorado (al contrario, sigue combinando una puesta en escena funcional y una planificación arbitraria con una capacidad de sugestión visual muy limitada), sino porque la historia de Philip Roth adaptada por Nicholas Meyer está muy por encima de los guiones escritos por la propia directora. El hecho de que el personaje de David Kepesh, encarnado en Elegy por Ben Kingsley, no cese de emitir largos monólogos ni de confesar sus inquietudes a su amigo George O'Hearn (Dennis Hopper), quien personifica la conciencia del primero, es una prueba de lo poco que la realizadora confía en la capacidad de su propio lenguaje, y de los escasos riesgos que corre para no perder la esencia del original literario, lo cual puede que sea un acierto, ya que es muy probable que el resultado hubiera sido peor si Coixet se hubiera atrevido a usar elementos puramente fílmicos (por ejemplo, dibujar la psicología de Kepesh a partir de los gestos del actor, o describir sus relaciones con los demás personajes mediante la puesta en escena), en lugar de recurrir continuamente a la palabra hablada. Por todo ello, Elegy termina pareciendo una "película de Isabel Coixet" (también porque la enfermedad que amenaza al personaje interpretado por Penélope Cruz recuerda mucho a la angustia que suelen sufrir sus protagonistas femeninas) aunque, como decimos, no debemos confundir este hecho con la noción de autoría cinematográfica. Y si estamos hablando de lo mismo, entonces puede que no tenga necesariamente connotaciones positivas.

'Elegy' - Isabel Coixet - 2008 [ficha técnica]
... leer más

viernes, 4 de abril de 2008

Pozos de ambición

La película Magnolia fue comparada con Vidas cruzadas por ser un relato narrado en plural y con un desenlace de tintes apocalípticos. Esto hizo que, desde entonces, siempre se haya comparado a Paul Thomas Anderson con Robert Altman, un director por el que él mismo siempre ha profesado admiración y al que ha estado agradecido. Lo cierto es que, analizando las películas de Anderson concienzudamente, es muy difícil encontrar en las desbocadas imágenes de su cine tantas referencias a Altman como se dice, y sí a otros directores americanos muy diferentes, especialmente a Martin Scorsese, con el que guarda multitud de paralelismos desde su megalómana Boogie Nights. En aquel film, Anderson reciclaba las ideas patentadas por el realizador neoyorquino en las películas Uno de los nuestros, La edad de la inocencia y Casino para contarnos el ascenso y caída de un universo particular (el cine porno "clásico"), de manera similar a lo que han hecho antes y después directores como Robert De Niro en Una historia del Bronx o Fernando Meirelles en Ciudad de Dios. La diferencia de Anderson con aquellos es que él no ha dejado de parecerse a Scorsese en sus siguientes películas, como demostró en Embriagado de amor, al rodar un film, a priori, de género que no se dejar encorsetar por ninguna norma, al igual que hizo Jo, qué noche con la comedia de los ochenta o El cabo del miedo con el thriller de los noventa. En Pozos de ambición las similitudes no cesan, sólo que ahora Anderson revela cierta inspiración en las películas de Scorsese más recientes, a contracorriente de tantos ex-devotos y especialistas que han dejado de confiar en él. Así, el personaje que Daniel Day Lewis interpretaba en Gangs of New York, deviene una suerte de borrador de Daniel Plainview, personaje principal de Pozos de ambición encarnado por el mismo actor, en medio de un relato que también intenta presentarnos el nacimiento de una civilización, aunque los resultados obtenidos por Paul Thomas Anderson están en este caso muy por encima de los de su predecesor, debido a que, como decimos, estamos comparando una etapa de Scorsese que supone un declive en su carrera con un título que es una culminación de las virtudes cinematográficas demostradas por Anderson hasta la fecha, ya de por sí sobresalientes. El film sigue las andanzas de Plainview desde que es un sencillo y autónomo minero en busca de metales (en un silente prólogo de hermosa plástica), describiendo poco a poco como se va convirtiendo en un magnate del petróleo, siempre en rivalidad con el enajenado pastor evangelista Eli Sunday, interpretado de manera no menos destacable por Paul Dano, dando paso ambos a una serie de duelos interpretativos que describen la lucha entre dos poderes, la iglesia y el petróleo, sobre los que, bajo el punto de vista de Anderson, se construyó un país (poderes que terminaron encontrando un importante filón en el cine, tal y como se nos sugiere al final). El mayor logro, sin embargo, no está en la destreza del realizador ni en las interpretaciones puntuales de dos actores, sino en el rigor humano con el que se compone cada imagen, mediante rostros que, por una vez, pertenecen a gente de otro tiempo.

Todo esto constituye el impecable envoltorio con el que Anderson ofrece un producto que parece haber sido elaborado a conciencia por sus artífices, lo que ha llevado a muchos críticos a recibirlo como lo más convencional que ha rodado su director desde que debutara con Sydney, quizás también por su linealidad narrativa o por la elegante manera en la que se insertan algunos flashbacks. Lo cierto, no nos engañemos, es que Anderson no ha abandonado un ápice su independencia y transgresión habitual. El propio protagonista, sin ir más lejos, es presentado de una manera poco ortodoxa, sin conocer nada de sus orígenes ni de sus lazos familiares (los cuales, poco a poco, van revelándose como falsos), habiendo así una gran distancia entre Plainview y otros personajes clásicos, como Gastby o Kane, con los que ha sido comparado sin demasiada fortuna. Por otro lado, su gusto por la experimentación se deja ver en la peculiar manera en la que resuelve secuencias tan climáticas como la de la explosión en la que el pequeño H. W. Plainview pierde para siempre el sentido del oído (a lo cual, la insólita partitura de Jonny Greenwood da un toque todavía más marciano). Por no hablar del "habrá sangre" del título original que nos suena como un chiste malo con el que el gamberro Anderson dinamita la seriedad con la que ha sido planteado todo el proyecto, en un violento epílogo en el que Plainview acaba tan solo y enajenado como lo estaba Howard Hughes retratado, cómo no, por Scorsese.

'There Will Be Blood' - Paul Thomas Anderson - 2007 [ficha técnica]
... leer más

sábado, 22 de marzo de 2008

Expiación

El hecho de que las novelas de Ian McEwan tengan poco que ver, a priori, con las de su compatriota Jane Austen no ha impedido que otro británico, el joven director Joe Wright, haya sabido ver en ambos un lenguaje común. Con su debut cinematográfico, Orgullo y prejuicio, Wright proponía una lectura de una de las más célebres novelas de Austen con una ágil puesta en escena y un virtuoso uso de los planos secuencia que le permitían huir de la tediosa corrección académica con la que habitualmente muchos realizadores se acercan a cierta literatura de época. La primera mitad del segundo largometraje de Wright para el cine, una adaptación de la novela de McEwan Expiación, se desarrolla a las afueras de Londres en 1935, más de un siglo después de la muerte de Austen, sin embargo, en sus imágenes también prevalece el carácter de film de los llamados "de cámara" que tienen las adaptaciones de las novelas de la escritora, en parte por las posibilidades de puesta en escena que ofrece la enorme mansión donde se mueven los personajes. En esta primera mitad, Wright traza un camino de Austen a McEwan al hacer que las inocentes inquietudes sentimentales de los personajes vayan contaminándose progresivamente por una mirada enfermiza, la de la fantasiosa preadolescente Briony Tallis (Saoirse Ronan) que no entiende ciertos acontecimientos que suceden en el mundo de sus adultos, en especial la relación que su hermana Cecilia (Keira Knightley) mantiene con Robbie Turner (James McAvoy), un joven adoptado por la familia, que Briony toma por un acosador a raíz de las cartas obscenas que él le envía a Cecilia o tras presenciar el encuentro sexual que ambos tienen a escondidas en la biblioteca de la mansión. Es en estos minutos donde Wright ofrece lo mejor de sí mismo como realizador, mostrando un ritmo impecable que da un gran atractivo a la trama que va desarrollando, sobre todo en aquellos momentos en los que se nos muestran las situaciones vistas desde los ojos de la joven Briony: Wright no necesita utilizar filtros de ningún tipo, le basta con mostrar dos veces la misma toma desde diferentes ángulos para extraer dos significados distintos de una misma situación.

En la segunda mitad, los personajes abandonan la mansión y Austen desaparece definitivamente. En la novela de McEwan, la guerra, que hasta ahora sólo había sido un recurrente tema de conversación, toma entonces todo el protagonismo, y Wright cambia la manera de contar las cosas para darle un tono más apropiado. La película toma entonces la forma de una de esas superproducciones europeas de romanticismo empalagoso, a la manera de Enemigo a las puertas o Largo domingo de noviazgo, cuyas características les dan un aire de sucedáneo del cine mainstream americano. Expiación no peca de la superficialidad que a ratos perjudicaba a aquellas, aunque a Wright parece que se le atragante un relato de tal magnitud, a pesar de las brillantes imágenes que llega a proponer, por ejemplo, cuando muestra las calamidades que los soldados encabezados por Robbie van encontrando en su camino, sobre todo mediante ese gigantesco plano secuencia (recorriendo una playa, con cientos de extras, vehículos, animales,...) que intuimos muy costoso y de muy difícil realización. Sin embargo, el film no avanza aquí con la misma fluidez que en los primeros minutos, perjudicado por la pluralidad del relato y desbordado por la envergadura de las situaciones. El punto y final a estas imágenes lo pone un epílogo desarrollado varias décadas más tarde, donde una anciana escritora (Vanessa Redgrave) nos cuenta el final de los hechos. McEwan resuelve este final con corrección, pero nos ofrece un último apunte de enorme brillantez: la escritora es entrevistada ante una cámara de televisión, y las primeras imágenes que vemos de ella están siendo visionadas sobre varios monitores, donde alguien las reproduce y rebobina, tal vez con el fin de ser editadas. El epílogo subraya así el carácter artificial de cuanto se nos ha contado en la segunda mitad del film. Al final, Expiación consigue ser un interesante ensayo sobre la fragilidad del relato, trascendiendo así la frivolidad de las películas de este tipo.

'Atonement' - Joe Wright - 2007 [ficha técnica]
... leer más

jueves, 13 de marzo de 2008

Luz silenciosa

Con Luz silenciosa, el cineasta mexicano Carlos Reygadas repite las pretensiones que, hace poco más de diez años, llevaron al danés Lars Von Trier a filmar Rompiendo las olas, probablemente su película más aclamada. En ambos films, uno y otro director intentan contar una historia de amor inspirada en una de las obras capitales del séptimo arte, Ordet, rodada hace más de cincuenta años por el también danés Carl T. Dreyer. Pese al triunfal paso por Cannes de ambos films (premios incluidos) la crítica no los ha aclamado unánimemente, habiendo un amplio sector que no suscribe las decisiones tomadas por los jurados presididos, en uno y otro caso, por Francis Ford Coppola (1996) y Stephen Frears (2007). Las razones de tal rechazo, dicen ellos, las encontramos en la manera cerebral y calculadora con la que Von Trier y Reygadas tratan de repetir los logros artísticos de Dreyer, como si detrás del arte de este último se encontrara sólo la labor de un inimitable artista, y no la de alguien que, gracias a su inteligencia, supo traer a su terreno un material ajeno, en este caso la obra teatral homónima de Kaj Munk. Es decir, que si algunos críticos midieran a todos los directores por el mismo rasero, también tacharían de impostor o falsificador al propio Dreyer.

Reygadas es en Luz silenciosa, aparte de un revisionista, un cineasta alineado con las corrientes cinematográficas de su tiempo. Como muchos otros directores actuales, se vale de actores no profesionales para moverse en los límites de la ficción, consiguiendo con ello hermosas escenas cercanas al documental, lo cual combina con algunas ideas de corte experimental con los que da abstracción a las situaciones (cf. el momento en el que el matrimonio protagonista baña a sus niños en una especie de estanque, de un gran realismo, que concluye con un plano desenfocado que, poco a poco, va dibujando una flor). En este sentido, el cielo estrellado con el que se abre el relato, el cual se funde con un largo plano de un amanecer con el ensordecedor sonido de la naturaleza de fondo, así como la idea contraria expuesta en los últimos fotogramas (un anochecer y luego el mismo cielo estrellado) son claves para la película, no sólo por ser representativos de la manera de rodar del realizador, sino porque abren y cierran el corte "natural" de su discurso, en el que sólo interesan el amor y la naturaleza, pero no las creencias inventadas por el hombre.

Todo lo anterior, sin embargo, queda para muchos eclipsado por el enorme aura dreyeriana del film, ya que, a diferencia de Rompiendo las olas, Luz silenciosa no recurre a Ordet sólo como relato de fondo, sino que hace una actualización de gran parte de su parafernalia visual. Los protagonistas del film de Reygadas viven en una comunidad menonita, cuyo modo disciplinado de vida se presta a la utilización de unos escenarios y un vestuario arcaicos, muy similares a los empleados por Dreyer en su día, lo que hace que muchas secuencias, especialmente en los minutos finales, recreen situaciones que son casi un calco del original pero, eso sí, tampoco llegan a ser una devaluación. Por ejemplo, la escena del velatorio está filmada con una frialdad tan realista como sobrecogedora, debido al rigor con que se describe el ritual fúnebre de la secta, o la manera en que los protagonistas interactúan con la difunta, la cual representa, dicho sea de paso, una de las muertes más creíbles que ha dado el cine en muchos años, aunque el autor parece no confiar lo suficiente en su propia labor y añade la figura de un médico que se ofrece a certificar la defunción. El médico, visto de otra forma, no es más que uno de los muchos elementos que vimos en Ordet y que Reygadas recicla como significantes en su discurso. Véase, sobre todo, la presencia de las niñas en el momento del milagro final, o la figura de un pastor que aconseja al protagonista espiritualmente. Sin embargo, estos símbolos no siempre están dispuestos de la misma forma que en el original porque, como decimos, los discursos de uno y otro autor no son los mismos. El reloj que los personajes de Ordet detienen y ponen en marcha coincidiendo con la muerte y resurrección de la mujer, en Luz silenciosa se detiene al principio, cuando el protagonista es consciente de que ya no ama a su mujer, y al final se vuelve a activar mientras éste llora la muerte de aquella, cuando la mayoría de los personajes aún no sabe que la mujer ha vuelto a la vida. Esto se debe a que Dreyer quiso hablarnos, entre otras cosas, de la vida, la fe y el amor, pero a Reygadas sólo le interesa el amor. Y he aquí el mayor problema de Luz silenciosa: la película se entiende mejor si antes se ha entendido el original, y ¿qué necesidad tiene un espectador, que ya conoce el original de Dreyer, de volver a ver todas sus imágenes repetidas por un tercero?

'Stellet licht' - Carlos Reygadas - 2007 [ficha técnica]
... leer más

sábado, 9 de febrero de 2008

No es país para viejos

El hecho de que personalidades como Sean Penn, Robert de Niro o George Clooney hayan pasado al otro lado de la cámara con notoriedad, hasta el punto de que podrían dar lecciones de cine a sus directores habituales, ha llevado a muchos cronistas a certificar la claudicación de la política de los autores para dar paso a una posible "política de los actores". En realidad no hace falta que un actor se ponga tras las cámaras para que un autor tenga algo que aprender de él. Bill Murray pareció saltar de Lost in translation para colarse en las imágenes de Flores rotas, rodada por un Jim Jarmusch que sin duda debió sentirse muy atraído por el personaje creado por Sofia Coppola. De la misma manera, Tommy Lee Jones creó un personaje para Los tres entierros de Melquiades Estrada, su debut cinematográfico tras las cámaras, que ha sido una referencia imprescindible en la formidable No es país para viejos de los hermanos Coen, otros autores independientes cuyas carreras parecen converger con la de Jarmusch. El veterano Tommy Lee Jones, recrea para los Coen el personaje de un nostálgico sheriff llamado Ed Tom Bell que comparte muchas características con el que encarnó en su propia película, y deja que su presencia impregne la manera de rodar de tan popular tándem, reflejándose en los espacios, los tiempos y hasta en la naturaleza del propio relato.

No es país para viejos pretende ser una road movie protagonizada por el misterioso psicópata Anton Chigurh (Javier Bardem) y el veterano del Vietnam Llewelyn Moss (Josh Brolin), a quien el primero quiere dar caza, pero en realidad todo es un enorme inserto en la vida de Ed Tom Bell. La enorme importancia de éste se subraya especialmente en la voz en off que nos abre el relato, que nos habla de unos tiempos en los que un sheriff como Ed no necesitaba ir armado, y en el sueño que el personaje encarnado por Tommy Lee Jones narra al final, en el que su padre se presenta ante él como un ángel de la guarda. Tal vez por ello, él es el único personaje de la historia que se acerca a Chigurh sin que éste lo amenace o lo mate (o las dos cosas), haciendo que toda la trama tenga una lectura trascendental, donde Chigurh representa a la muerte en un país saturado de violencia, segando sin contemplaciones la vida de quien encuentra a su paso, y concediendo puntuales indulgencias en decisiones tomadas a cara o cruz. En esta lectura, el sheriff, que es uno de los "viejos" del título, añora los tiempos de un país sin armas, aunque en el fondo la violencia siempre ha escrito su Historia (véase el desafortunado antepasado de Ed que murió disparado por los indios), y termina jubilándose frustrado por no haber sabido proteger a los inocentes del mal, al que nada puede poner fin (ni siquiera el azar, representado mediante una colisión de tráfico, como viene siendo habitual en el cine moderno). No es país para viejos deviene de este modo una parábola sobre un país dramáticamente violento que supera con creces al habitual discurso sobre las armas de fuego (no en vano, Chigurh no las utiliza).

Los Coen se han asomado muchas veces a la literatura de compatriotas como Dashiell Hammett, Scott Fitzgerald o James M. Cain, pero su vanidad nunca les ha permitido desprenderse del todo de una actitud gamberra hacia el lenguaje cinematográfico. Como resultado, sus películas (excepción hecha de la notable Fargo y de la sobresaliente Barton Fink) carecen de la suficiente consistencia. Ello no significa que no hayan aportado momentos brillantes, sino que éstos se encuentran dispersos a lo largo de películas muy irregulares. Tal vez la excepcional seriedad con la que se han tomado esta vez la novela de otro americano, Cormac McCarthy, sea el motivo por el cual No es país para viejos constituya una especie de punto y aparte en la carrera de los cineastas. Y de que sea uno de esos films que nos recuerde a los más escépticos la grandeza del cine americano.

'No Country for Old Men' - Ethan Coen, Joel Coen - 2007 [ficha técnica]
... leer más