lunes, 18 de mayo de 2015

Aguas tranquilas

En las primeras escenas de Aguas tranquilas, entre otras cosas, vemos a un anciano sacrificar lentamente a una cabra con un corte en el cuello, vemos a un grupo de personas de mediana edad con atuendos tradicionales cantar y bailar de noche junto a una hoguera, vemos un mar revuelto del cual emerge el cadáver de un hombre con un enorme dragón tatuado en la espalda, vemos a una adolescente vestida de colegiala buceando en las aguas de ese mismo mar... más adelante una madre habla a su hija desde el lecho de muerte sobre los ciclos vitales, el anciano del principio confunde a su bisnieta con su difunta esposa... Aunque la película está repleta de imágenes que nos hablan, en particular, de la comunión entre ser humano y naturaleza y, en general, de esa visión panteísta tan buscada por ciertos espectadores (y distribuidores) occidentales en el cine asiático, la mayor virtud que ofrece Aguas tranquilas (al menos tras un primer visionado) nace de una idea mucho más interesante, que prevalece sobre el citado trasfondo esotérico: hablamos de cómo se trata a la mujer desde un punto de vista masculino, el del adolescente Kaito (Nijirô Murakami), que ve en las mujeres las contradicciones propias de quien está aprendiendo a ser un hombre, y cómo ello se cuenta, a su vez, desde la mirada de una mujer, la autora del film Naomi Kawase.

Casi todas esas referencias a lo sobrenatural que se desarrollan durante el metraje de la película ilustran el conflicto de un joven que desaprueba la presunta promiscuidad de su madre, lo cual le lleva a rechazar aterrado a su amiga Kyôko (Jun Yoshinaga) cuando ésta se le ofrece sexualmente. Para Kaito, no parece haber diferencia entre la sexualidad de sus compañeras y las implacables fuerzas de una naturaleza a la que todos los habitantes del pueblo de Kyôko le rinden pleitesía. De hecho, será otro hombre, el padre de Kaito, el único personaje que proporciona al joven un asidero emocional y, no por casualidad, el encuentro entre ambos tendrá lugar en un paraje tan artificial como la ciudad de Tokio, a cuyos paisajes de hormigón llegamos con una serie de panorámicas que chocan con la estética predominante hasta el momento, pero donde los personajes tendrán tiempo para hacer un canto a la capital nipona y convertirla en un escenario idealizado para ambos. Es en el momento de más intimidad entre padre e hijo cuando se nos mostrará tatuado en la espalda del primero un dragón idéntico al que vimos al principio, lo cual nos hace pensar que las acusaciones que Kaito hacia a su madre sean fruto de sus fabulaciones, de los sueños en que la mujer se acuesta con un hombre antes de que éste la abandone y se adentre a un mar revuelto en el que morirá ahogado. A partir de aquí entenderemos que el protagonista rechace el sexo al ser un vehículo mediante el cual la mujer encuentra un sustituto al marido ausente, hasta que el joven atienda a razones siguiendo las enseñanzas del bisabuelo de Kyôko, quien le aconseja no oponerse al curso de la naturaleza.

A la ya célebre imagen submarina e Aguas tranquilas que cierra el relato, le antecede la del encuentro sexual entre los dos jóvenes, lo cual tiene lugar en un extraño y surreal paraje, donde únicamente hay fango y árboles inertes, como si la muerte se hubiera adueñado del escenario para materializar los miedos de Kaito. Una vez consumado el acto sexual, Kawase filma con valentía a los cuerpos completamente desnudos de dos adolescentes, que ya no necesitan ropas ni ataduras sociales, y que nadan en armonía con las tranquilas aguas de un mar que ya no les es hostil.

Futatsume no mado - Naomi Kawase - 2014 [ficha técnica]
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