jueves, 22 de octubre de 2009

Cleaner

El hecho de que por "cine negro" no nos refiramos exactamente a lo mismo que cuando hablamos de "cine de gangsters" o de "thriller policiaco", no se debe solamente a una cuestión formal. El uso expresionista de la imagen o el empleo continuo de claroscuros, que puede que fuera fundamental en películas como El halcón maltés o Sed de mal (definitorias de la primera, y para muchos única, etapa del género), ha sido accesorio en el film noir postclásico, donde nunca se han buscado formas y texturas comunes, sólo se ha puesto empeño en recuperar el lado más sórdido de la novela negra. A la larga, el hecho de que este nuevo cine negro no tenga unas características formales definidas ha llevado a muchos cineastas a exagerar esa sordidez, hasta el punto de que muchos de estos relatos se acercan en ocasiones a lo sobrenatural, ya sea porque en ellos se plantea una concepción del mal demasiado aberrante o porque se subraya hasta la extenuación el carácter tortuoso de sus protagonistas. Así, una de las cosas que tienen en común películas presumiblemente pertenecientes al cine negro tan distantes entre sí como Chinatown y Old boy es la macabra definición que en ellas se hace de personajes muy poderosos (hombres que están por encima del bien y del mal y se toman asuntos tan inmorales como el incesto y la pederastia como algo habitual en sus vidas); un hecho que los artífices de uno y otro film tratan de narrar utilizando distintos esquemas visuales que en ningún caso se parecen a los clásicos.

Cleaner, de Renny Harlin, entra en el género negro adoptando unos formatos televisivos que se han puesto de moda tras el éxito de muchas teleseries contemporáneas, obras que han cosechado un gran éxito a base de huir de la ingenuidad con la que eran concebidas sus antecesoras (en cualquier caso, habrá que volver a revisar tanto unas como otras al cabo de unos años para ver cuáles aguantan mejor el paso de los años). Con ello, Harlin pretende atraer la atención del espectador hacia la pulcritud de las imágenes (véase el cuidado cromatismo de Cleaner, que hace que hasta la sangre tenga una hermosa viscosidad) para después capturar esta atención durante el mayor tiempo posible a base de montar un sinfín de planos muy breves y desde casi todos los ángulos, sin prestar atención al significado de esas imágenes (una toma de un vaso de agua que ocupa toda la pantalla aunque no tenga relevancia dentro de la secuencia; la imagen del protagonista desde fuera de la habitación, como si estuviera siendo espiado, cuando está solo; los planos y contraplanos de una conversación filmada en contrapicado sin ningún motivo aparente...). Efectivamente, Cleaner termina siendo un largometraje entretenido, cuya agilidad narrativa no impide que su trama pueda seguirse sin problemas, gracias a las aptitudes técnicas de Harlin. Pero el director olvida las premisas del género al que pertenece el material que tiene entre manos, y no puede evitar que esa sordidez del cine negro de la que hablábamos desaparezca de la mente del espectador nada más abandonar la sala de proyección, en parte porque Cleaner no aprovecha lo suficiente la ambigüedad del relato de partida, no prestando demasiada intención a hechos como que el bueno de Tom Cutler (Samuel L. Jackson) participara en una trama para eliminar al asesino de su mujer después de que éste fuera encarcelado, o que el único agente de todo el cuerpo de policía que nunca ha participado en tramas de corrupción pueda ser capaz de llevar a cabo un terrible asesinato. Todo ello tal vez se deba a cierto temor a que los (tele)espectadores de Cleaner necesiten identificar quiénes son los buenos y los malos de la función, pero el hecho de que no se saque partido a los aspectos más maduros del relato lleva a que tampoco se perdonen los muchos problemas del guión de Matthew Aldrich: que Cutler vaya a limpiar el escenario del crimen en la casa de los Norcut a plena luz del día y sin saber de qué va el asunto sin que haya suficientes testigos o pistas que le impidan iniciar una investigación por su cuenta; el momento en el que unos policías dan una paliza a Cutler sin que sepamos nunca quiénes son, ni tenga sentido dentro del posterior curso de los acontecimientos; por no hablar de la escena final en la que el personaje que dispara la última bala hace que el momento resulte tan tópico como poco verosímil.

'Cleaner' - Renny Harlin - 2007 [ficha técnica]
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martes, 13 de octubre de 2009

Ponyo en el acantilado

Cuando los niños pequeños se expresan plásticamente mediante dibujos no tratan de ser fieles a la naturaleza de las cosas, al contrario, buscan plasmar el valor que objetos, animales y personas tienen para ellos. En ese sentido, un dibujo infantil es uno de los ejemplos más universales del arte, ya que los niños se sirven de sus obras para dar su visión del mundo, utilizándolas como significante. Por ello no es una buena idea corregir el dibujo de un niño sugiriendo que imite las formas tal y como el adulto la conoce. Es significativo que los temarios que estudian los opositores a educador infantil expongan que sugerir al niño que "el sol es redondo" es un error común en la intervención de la educación plástica; al contrario, se invita a los educadores a que dejen que el niño interprete el sol a su manera, representando libremente su forma, sus colores y su ubicación en el plano. Pero, en la práctica, la sociedad actúa justo al revés, dando al niño plantillas de personajes televisivos o cinematográficos para que las coloree, o invitándole a que copie esos mismos personajes cuando quiere dibujar un perro, un ratón o un elefante. Así, el hecho de que casi todas las películas de animación sean habitualmente clones de los modelos definidos por Disney es una consecuencia a gran escala de la estandarización educativa, con la que se persigue reforzar la conducta práctica de los ciudadanos para que no desencajen en el orden social establecido. Sin embargo, muchos entendidos sostienen que si en las escuelas se potenciara la creatividad en lugar de la lógica, la sociedad no estaría formada por anárquicos soñadores, sino por mentes despiertas que abrirían nuevas vías a la búsqueda de soluciones a los problemas de la humanidad, sería una sociedad que avanzaría con pasos de gigante.

Por ello es tan importante la existencia en el mundo del arte en general, y del cine en particular, de creadores como Hayao Miyazaki, artifices de cine para niños de todas las edades, que seguramente hayan sufrido esta corrección plástica en su infancia pero han sido capaces de desandar el camino recto para hablarnos del mundo de una manera infantil, en el mejor sentido. Confieso que, si bien disfruté del pase de Ponyo en el acantilado sin bostezar, no me entusiasmó especialmente ni fui capaz de encontrar ningún mensaje trascendente entre sus imágenes, tal vez debido a que mi educación está demasiado contaminada como para disfrutar plenamente de la rabiosa inocencia que se desprende de sus imágenes, concebidas por un autor capacitado para usar el medio audiovisual con la deslumbrante ingenuidad de un niño. Y si en el argumento de Ponyo en el acantilado toman parte elementos tan adultos como la Explosión Cámbrica o el Código Morse debemos saberlo perdonar: se debe a que el niño que ha ingeniado esta historia tiene casi setenta años.

'Gake no ue no Ponyo' - Hayao Miyazaki - 2009 [ficha técnica]
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domingo, 11 de octubre de 2009

Si la cosa funciona

Si se estudian las películas que Woody Allen ha rodado en la década que está a punto de finalizar, se concluirá que el director neoyorkino ha rodado un film excelente, Match Point, otro fallido, Cassandra's Dream, y una rareza, Vicky Cristina Barcelona. El resto de su filmografía (La maldición del escorpión de jade, Todo lo demás, Scoop...) es una serie de comedias sencillas girando una y otra vez sobre el mismo tema, cambiando siempre los actores, a veces los escenarios, pero muy poco los personajes y las relaciones entre estos. No obstante, son estas películas menores las que han acabado constituyendo "el estilo de Woody Allen" por ser las películas en las que uno piensa cuando se habla del autor. Si la cosa funciona es otro paradigma de este estilo, de esta manera de rodar las películas y de escribirlas introduciendo sólo pequeñas variaciones. Por ello el personaje de Boris Yellnikoff no es exactamente el arquetipo que el Allen actor hubiera podido interpretar, pero sí es un personaje que le vendría como un guante si fuera tan corpulento como el cómico Larry David, es decir, si pudiera imponerse físicamente a sus semejantes y dar rienda suelta a su misantropía, tratando a los demás como Boris lo hace con los padres de los niños a los que enseña a jugar al ajedrez. "El estilo de Woody Allen" es a menudo aplaudido por la destreza de Allen en la escritura de diálogos, pero ese estilo con el tiempo ha ido definiéndose también por una palpable desgana a la hora de llevar estos diálogos a la pantalla. Excepto en algunos slapsticks muy logrados (los primeros minutos de Granujas de medio pelo o algunos disparatados momentos de Un final made in Hollywood) y algunas escenas de más dramatismo (como algunas inspiradas ideas de planificación en los pasajes "serios" de Melinda y Melinda), parece como si Woody Allen no disfrutara haciendo un uso práctico del cine, como si le pareciera suficiente tanto su labor de guionista como el natural quehacer de sus actores.

Si la cosa funciona es otro catálogo de los problemas del cine de Woody Allen, y si no fuera porque la acidez en los diálogos de su protagonista salvan la mayoría de las situaciones, estaríamos delante de una de las peores películas concebidas por su creador no ya en los últimos años, sino en toda su carrera, debido al grave hecho de que el Allen director parece haber llevado a cabo su trabajo con mayor desgana que nunca. En esta ocasión como en ninguna otra, diálogos y actores lo constituyen absolutamente todo en la película y si, como decimos, los diálogos de Si la cosa funciona resultan a veces francamente divertidos, los actores del cine de Allen empiezan a resentirse de la mínima atención que les presta su director, de ahí que actrices como Patricia Clarkson desarrollen algunos pasajes con un histrionismo excesivo, dando la sensación de que con Woody Allen no se repite ninguna toma, la primera siempre es definitiva. Y esto es otro de los rasgos que han terminado por definir una repetitiva forma de rodar las películas: una economía de medios no propiciada por la escasez de presupuesto sino por la prisa con la que se intenta encadenar un film tras otro a ritmo de uno (o más) por año. ¿Y cómo afecta esta prisa a Si la cosa funciona? pues en el sentido en el que la película es casi un ejemplo de anticine: una cosa es saber utilizar la virtud cinematográfica del off visual (cf. los momentos en los que los personajes de Larry David y Evan Rachel Wood ven en la tele películas con Fred Astaire que nosotros no vemos) y otra muy diferente es aplicar la economía narrativa de manera enfermiza, ahorrando tanto que se termina por no rodar absolutamente nada. Porque nada de lo que realmente ocurre en Si la cosa funciona se nos muestra a los espectadores, todos los hitos narrativos (personajes que se separan, que intentan suicidarse, que discuten, que practican sexo...) nos son ocultados, no porque sea más sugerente el fuera de plano, sino porque es mucho más rápido y fácil hacer que la narración de acontecimientos provenga de un actor y no de las imágenes. No obstante, quedan algunos instantes en los que el cine fluye inevitablemente de las imágenes de Si la cosa funciona, casi siempre a costa de la relación entre Boris y la ingenua Melodie, como cuando ésta permanece sentada en la escalera en la que vemos las piernas de Boris bajar cojeando, una efectiva manera de hacernos ver que los achaques del anciano deben ocupar la mente de Melodie después de haberse acostado con un hombre mucho más joven y guapo que su marido, o como cuando se nos describe la manera en la que la pareja protagonista se va conociendo, dejando claro que la admiración de Boris hacia su compañera es tanto paterno-filial como de atracción sexual, algo que queda claro en el momento en el que Boris se despierta asustado y Melodie le hace compañía en el sofá, una escena en la que, por cierto, se manifiesta otro de los clichés del cine de Woody Allen, éste mucho más fetichista, que no seré yo quien critique: la fijación del septuagenario director por filmar a sus musas en bragas.

'Whatever Works' - Woody Allen - 2009 [ficha técnica]
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