miércoles, 25 de marzo de 2009

Los abrazos rotos

Era de esperar que esa fijación de Pedro Almodóvar por citar a sus mitos cinematográficos en sus guiones terminara convirtiéndose en un homenaje a su propio cine. Esto se ha materializado, no por casualidad, en Los abrazos rotos, que viene a ser el particular Ocho y medio del director manchego. El film lo protagoniza Mateo Blanco (Lluís Homar), especie de alter-ego de Almodóvar con el que el cineasta es particularmente generoso, en un film que no está precisamente falto de inspiración, y en cuya boca pone un sinfín de ideas que perfectamente podrían haber dado pie a otros guiones de Almodóvar (por ejemplo, el biopic acerca del hijo no reconocido de Arthur Miller o el divertido cuento de la bella vampiresa y su difícil relación carnal con un joven mortal). De hecho el principal (y acaso único) problema que encontramos en el film es que tal densidad de textos, tiempos narrativos y subtramas hacen que el relato "global" se nos atragante, que su metraje nos parezca excesivo (aclaro que tengo esta sensación con la mayor parte de las películas que veo últimamente, tal vez sea un problema personal). La presencia del imaginario almodovariano en las imágenes pertenecientes al cine ficticio que tienen lugar dentro del film real es notoria en ese cromatismo tan fácilmente reconocible en el cine del director (de colores primarios muy intensos) que termina por estallar en las primeras tomas que el personaje de Mateo pone en escena: por ejemplo, en esos planos detalle de los tomates que Lena (Penélope Cruz) corta en la cocina con esa lágrima de la mujer que cae sobre uno de ellos. Ello hace que en Los abrazos rotos no sólo encontremos la habitual visión del cine como espectador a la que nos tiene acostumbrados su director, sino también una reivindicación de la profesión cinematográfica en general y del oficio de cineasta en particular (la frase con la que se cierra el relato lo deja bien claro), justificada por el papel que juega el cine para el creador cinematográfico.

En el film conviven el tiempo presente del narrador, el tiempo pretérito de lo narrado y el tiempo ficticio que habita en las imágenes que Mateo rodó con el único objeto de pasar más tiempo con su musa y amante. Como consecuencia tenemos que el aspecto más sugerente del film es una exaltación del arte cinematográfico en cuanto vehículo narrativo: El protagonista de Los abrazos rotos vive y cuenta sus historias de la misma manera en la que rodaría las películas, y eso es algo que tiene una adecuada correspondencia en las imágenes de Almodóvar. Veamos, por ejemplo, la manera en la que se resuelven las tres escenas de sexo que tienen lugar en diferentes puntos de la trama. En la primera de ellas, un personaje ciego conoce a una chica que se nos presenta mediante planos muy cortos con el rostro y cuerpo de Kira Miró, una de las mujeres más deseadas de este país, algo nada gratuito si se tiene en cuenta que el hombre sólo la puede imaginar a partir de la altiva autodescripción de la joven, como tampoco es gratuito que los pechos de ésta ocupen toda la pantalla cuando su eventual compañero los descubre con el tacto, mientras que el encuentro sexual tiene lugar en un sofá que sólo nos deja el pie de la chica, ya que han finalizado las presentaciones y la fase preliminar, con lo que el hombre ha dejado de imaginarla. En la segunda escena, el protagonista describe a su oyente cómo fue su primer encuentro íntimo con Lena y nosotros lo vemos filmado de manera idealizada, como una escena propia de un film romántico de Hollywood, tal es la felicidad con la que su protagonista la recuerda, mientras que, en la tercera escena, cuando Lena comparte cama con su marido, el acto se nos muestra de manera mucho más realista, debido a que el narrador ya no disfruta tanto hablando del tema, y a que, al no conocer Mateo los pormenores del encuentro, la pareja aparece cubierta por una sábana blanca que sólo nos deja oir sus jadeos.

Volviendo al asunto de la autocita de Almodóvar, véase que buena parte de los hechos narrados tienen lugar durante la España de los años 92 y 94, época en la que Almodóvar estrenaba su excéntrico largometraje Kika y preparaba el rodaje de un film mucho más contenido, La flor de mi secreto, es decir, cuando el director trataba, en cierto modo, de poner fin a una etapa de su cine a la que perfectamente podría pertenecer el film que los personajes ruedan en la ficción (titulado "Chicas y maletas"), por el cual campan a sus anchas actrices típicas del cine que Almodóvar rodó en los ochenta, como Chus Lampreave o Rossy De Palma, o personajes como el encarnado por Carmen Machi, una concejala adicta al sexo y a las drogas, por cuya verborrea parece rescatada de películas tan paradigmáticas de aquella época como ¿Qué he hecho yo para merecer esto!! o Mujeres al borde de un ataque de nervios. Es precisamente en este personaje donde el Almodóvar guionista deposita el soliloquio más divertido, pero también más crítico (despotricando sin ningún reparo contra la clase política patria), si bien no es el único momento en el que el director envenena su amable film: véase cómo "el malo" de la función, el empresario Ernesto Martel (José Luis Gómez), manipula los medios para arruinar la carrera en taquilla del film que Mateo ha estrenado, y nótese que es en el diario El País donde los protagonistas leen las críticas más negativas. Almodóvar nos sugiere que la ética periodística tiene un precio, y no tiene miedo en apuntar a un medio del Grupo Prisa, entre cuyos entes se encuentra más de una productora de Los abrazos rotos.

'Los abrazos rotos' - Pedro Almodóvar - 2009 [ficha técnica]
... leer más

lunes, 23 de marzo de 2009

A ciegas (Blindness)

En los primeros compases de A ciegas (pésima traducción del Blindness original) varios habitantes de la anónima ciudad donde se desarrolla la acción se ven afectados por una rara enfermedad que hace que todo lo vean blanco, perdiendo así el sentido de la vista. Por ello, en el momento en que cada uno de ellos se ve infectado por la ceguera blanca, el director de fotografía César Charlone hace que la iluminación sature los encuadres logrando así que el color blanco se convierta en predominante de la pantalla. El cineasta Fernando Meirelles parece buscar de esta forma situarse bajo la piel de unos personajes que no ven, tarea sumamente difícil si se emplea para ello el cine, un medio eminentemente visual. Sin embargo, la idea poco a poco va desapareciendo de la escena, y los escenarios son a lo largo del resto del film retratados con más variedades cromáticas. Si se trataba de desistir de la difícil tarea de filmar las cosas desde el punto de vista (valga la contradicción) de los ciegos, Meirelles podía haber buscado el centro de su relato en la mujer del médico (Julianne Moore), único personaje que no pierde la visión y cuya vivencia de los hechos no tiene por qué ser menos atractiva. Sin embargo, el director tira por la calle de enmedio: si bien la mujer tiene algo más de protagonismo que sus compañeros, el film termina siendo un relato colectivo con la única pretensión de entretenernos con los enfrentamientos y las miserias que tienen lugar en el pabellón donde los enfermos son recluidos. Al final, A ciegas tiene el problema de que hace prevalecer las acciones de sus personajes sobre su minusvalía, con lo que su metraje carece de interés en su media hora final, una vez resueltas las disputas entre los ciegos del centro de aislamiento.

Nótese que no he comentado nada sobre la valía de Meirelles a la hora de adaptar Ensayo sobre la ceguera, una de las novelas más célebres (tal vez por lo que tiene de impactante) de José Saramago. Considero un error esperar encontrar las virtudes del escritor portugués en las imágenes de alguien tan alejado de su prosa como el director de Ciudad de Dios. Con esto no quiero decir que Meirelles esté incapacitado para hacer una buena película a partir de un material de este tipo, sino que era de esperar que ofreciera algo muy diferente a la novela original, al estilo del entretenido film de Alfonso Cuarón Hijos del hombres, donde la ausencia de explicaciones científicas a fenómenos de corte apocalíptico no deja sitio para más filosofía, sino para más acción. Personalmente, recomiendo buscar a Saramago en el cine de Michael Haneke, concretamente en películas como Los tiempos del lobo donde su director utiliza estas situaciones límite para explorar con misantropía las reacciones del ser humano.

'Blindness' - Fernando Meirelles - 2008 [ficha técnica]
... leer más

martes, 17 de marzo de 2009

Gran Torino

Pese a que Clint Eastwood no ha anunciado aún su retirada (tiene previsto estrenar a finales de este año un film sobre Nelson Mandela), Gran Torino es, junto a El último show y Antes de que el diablo sepa que has muerto, lo más parecido a un testamento cinematográfico que ha dado el cine americano en muchos años. Así como Walt Kowalski, el personaje que el propio Eastwood interpreta, se arregla el pelo, se afeita y encarga un traje para su propio funeral, el cineasta californiano parece querer lavar su propia imagen para la posteridad, como si pidiera otra oportunidad para los incorrectos personajes que tan mala fama le dieron en sus inicios (algo que tal vez ya no es necesario: al igual que antes se tildaba de fascista y reaccionario a todo lo que Eastwood realizaba por su cuenta o interpretaba para terceros, ahora está muy de moda buscar lecturas más amables en personajes como Harry "el sucio" o el Sargento "de hierro"). Como alguno de aquellos personajes, Kowalski empieza siendo un abanderado de la América blanca, patriótica y conservadora, para ir poco a poco justificándose como el más cuerdo de cuantos le rodean. No sólo por este hecho la película se entiende (y se disfruta) mejor como punto y final de la carrera de su autor: el protagonista vive también marcado por la ausencia de un ser querido a cuya memoria dedicará los últimos días de su vida, al igual que hiciera Christine Collins en El intercambio, Frankie Dunn en Million Dollar Baby, Jimmy Markum en Mystic River, William Munny en Sin perdón o Josey Wales en El fuera de la ley, por citar sólo a unos cuantos. Todo ello invita a pensar que hay en el automóvil que da título al film una metáfora del propio cine del director, como si Eastwood quisiera advertirnos (con el hecho de que Kowalski termine despreciando a sus familiares y dejando sus pertenencias a sus vecinos asiáticos) de que hay que buscar el relevo a los que, como él, abanderan el cine clásico en los jóvenes extranjeros y no en las nuevas generaciones de directores americanos.

Es necesario justificar de esta manera el visionado de Gran Torino, es decir, en cuanto film de su autor viéndolo como complemento (o epílogo) a toda una filmografía sobresaliente, ya que, por otro lado, se trata de un trabajo de escaso interés si se aborda como obra individual. A caballo entre el relato social y la comedia ligera, Gran Torino no funciona dentro de ningún genero, siendo muy desafortunados los esfuerzos del Eastwood director por retratar los bajos fondos de la inmigración y del Eastwood actor por resultar gracioso como cascarrabias gruñón. Puede que por primera vez en toda su carrera, Eastwood ha rodado una película menos preocupado por darle el acabado profesional de un artesano que por ponerle la firma de un autor (y lo de "firma" no es sólo una forma de hablar: oígase la rasgada voz del realizador cantando el tema principal de la película cuando arrancan los títulos de crédito).

'Gran Torino' - Clint Eastwood - 2008 [ficha técnica]
... leer más

domingo, 8 de marzo de 2009

El caso Boyero

En el último número de la revista Dirigido por... encuentro una referencia a un tema del que yo no tenía noticia pero que ha dado bastante que hablar en los últimos meses y al que se ha terminado llamando "El caso Boyero" (al menos así es como lo hace Aurélien Le Genissel en su artículo Contra la Nouvelle Vague publicado en esta revista). La polémica comenzó en la Mostra de Venecia del año pasado, cuando el cronista del diario español El País cubrió el pase de Shirin, último trabajo del director persa Abbas Kiarostami, soltando las siguientes perlas:

Por un momento creí haberme equivocado de sala al constatar que sólo había media entrada para ver Shirin, la última película experimento o lo que diablos pretenda ser que ha dirigido el venerado Abbas Kiarostami, el artista iraní por cuya presencia suspiran ancestralmente los organizadores y el público de los festivales de cine. [...] Pero lo más doloroso estaba por llegar. Fue el incesante desfile de gente abandonando el cine en medio de la proyección. ¿A qué se debe la irreverencia de los eternos acólitos ante su sagrado gurú, hacia el autor de tanta propuesta radical en su cine como aseguran los cursis de vanguardia? Lo ignoro. Sólo puedo hablar de mi propia experiencia con un autor que casi siempre me ha aburrido mortalmente. [...] No me pregunten por el final. Yo también me largué a la mitad de este pretencioso e insoportable experimento. La vida es muy corta para desperdiciarla con tonterías disfrazadas de arte.

La reacción, por supuesto, no se hizo esperar. Dos semanas más tarde el director del mismo diario recibiría la siguiente carta abierta (publicada en la edición impresa de El País del día trece de septiembre) firmada por Miguel Marías, José Luis Guerín, Víctor Erice y Álvaro Arroba, más un centenar de profesionales relacionados con el cine:

Una vez más, EL PAÍS da cuenta del desarrollo de uno de los principales festivales cinematográficos desdeñando casi todo lo que en ellos se ofrece de innovador o arriesgado, y propagando la idea de que la mayor parte del llamado "cine de autor" que hoy se hace en el mundo carece de interés. En el caso de la reciente Mostra de Venecia, el cronista de turno, Carlos Boyero, imitándose a sí mismo -tratando de tarados, cursis, snobs, plastas y otras lindezas a cuantos cineastas y críticos puedan discrepar de sus opiniones-, además de reiterarnos día tras día su inmenso hastío, no ha tenido reparo alguno en pregonar su abandono de la proyección de la última película de Abbas Kiarostami. Una anécdota que pone en evidencia que su protagonista no sólo ha renunciado a la crítica, sino que ha faltado a su deber como informador, demostrando su falta de respeto hacia los lectores.

Pero hay más: ya puesto, el cronista advierte a los distribuidores españoles del mal que les acecha si se deciden a importar esta clase de películas, conminando a los exhibidores a no programarlas. Grave actitud, que se parece mucho a una censura previa, y que, de prosperar, privaría a los espectadores de ver y juzgar por sí mismos. Se trata de un asunto mayor, de estricta política cinematográfica, ante el cual lo esencial no es tanto el punto de vista del redactor como el del medio al cual representa.

En la difícil situación que en tantos aspectos atraviesa hoy el cine español -particularmente en el de la producción y difusión de las películas más interesantes que se vienen haciendo entre nosotros-, sería justo y necesario, para que sus lectores sepan a qué atenerse, conocer cuál es la verdadera actitud de EL PAÍS a este respecto. Aclarar si su postura coincide básicamente con la que se desprende de los textos de su cronista. Si el acuerdo de una u otra manera existiera, estaría algo más claro cuál es el sentido de su compromiso primero: apoyar de tarde en tarde, a modo de detalle redentor, algún asomo de diversidad para dedicarse sobre todo a sostener y publicitar la producción cinematográfica más acorde -salvo las excepciones de rigor- con el dictado mayoritario de los ejecutivos de televisión y los intereses de aquellos productores, distribuidores y exhibidores que determinan el destino de nuestro cine.


(La misiva completa puede leerse en el blog "El País" y el cine, creado expresamente para el caso.)

Hace poco veíamos en la ceremonia de los Goya cómo sus artífices lamentaban las crisis del cine español protestando por hechos como que una película como El caballero oscuro estuviera nominada a Mejor Película Europea, con el estúpido argumento de que la superproducción de Christopher Nolan no necesitaba el premio como empujón en la taquilla, una postura que se presenta radicalmente opuesta a la del crítico de El País. Por mi parte, yo me muestro en contra de los dos extremos. Y para explicar por qué, que mejor forma que la empleada por Tomás Fernández Valentí también en Dirigido por... (noviembre de 2006):

El enfrentamiento partidista entre izquierda(s) y derecha(s) en el terreno del cine se refleja en la separación cada vez más radical entre sectores de crítica y de público a la hora de preferir un "cine rico" o uno "cine pobre", hallándonos ante una feroz división entre quienes sólo van a ver la-superproducción-más-cara-jamás-rodada (con el contrapunto de la nariz arrugada del crítico que se ofende ante el cultivo popular de lo mediocre) y quienes no ya en masa, pero formando también un sector considerable, sólo van a ver la-película-más-pequeña-y-minoritaria-jamás-rodada (que suele recibir el parabién complacido del crítico que está prestando un servicio a la comunidad). Así no vamos a ninguna parte. Lo único que se consigue es que todos acabemos odiando el cine cada día un poco más.
... leer más

martes, 3 de marzo de 2009

El lector

Que el cine comercial caiga a veces en un exceso de explicación no es algo necesariamente malo, a veces la saturación narrativa puede constituir una seña de estilo, una forma diferente y fresca de contar las cosas. Que un director no quiera dejar nada a la imaginación es un problema cuando su estilo, además, es excesivamente funcional, de modo que parece que cuenta las cosas por obligación, porque cree que al espectador hay que contárselo todo, independientemente de que sea capaz de ofrecérselo de una manera atractiva. Stephen Daldry tiene este problema en su último film. En un momento de El lector, el protagonista pregunta a su compañera de cama cuál es su nombre, añadiendo que no lo sabe a pesar de que no es la primera vez que se acuestan. Esa secuencia nos basta para saber que los personajes han mantenido hasta ese momento una relación puramente sexual, y hasta podemos intuir cómo se han desarrollado sus encuentros anteriores, lo que nos hubiera ahorrado la primera media hora del film, en la que Daldry nos cuenta los primeros compases del affair entre el adolescente Michael (David Kross) y la madura Hanna (Kate Winslet) utilizando un montaje atropellado, sin frescura, por más que el director pretenda ser creativo con algunas ideas (por ejemplo, el previsible juego de miradas entre la mujer que se viste y el joven que la espía, o el extraño, por incomprensible, montaje en paralelo en el que Michael evoca su primer encuentro con Hanna mientras mira cómo sus padres y hermanas toman sopa para cenar).

Los mejores momentos de El lector no se dan durante los empalagosos encuentros de sus protagonistas, ni durante su interminable tramo final, momentos todos ellos ensuciados a base de insertar sistemáticamente los acordes de piano compuestos por Nico Muhly (una partitura, por cierto, fabulosa si se escucha por separado, como demuestra su presencia en los títulos de crédito finales). Lo mejor del film de Daldry lo encontramos durante las escenas en el juicio y en el seminario al que asiste Michael, unas secuencias que, a priori, deberían ser más frías pero que el director las ejecuta con oficio, dando lugar a alguno de los mejores hallazgos de su cine (cf. el momento en el que Michael, sin levantar la vista, se da cuenta que la acusada que habla desde el estrado es Hanna). También es muy loable (y esto da que pensar) la labor técnica de los profesionales que acompañan a Daldry, en especial la lograda ambientación de la Alemania de posguerra (muy creíble a pesar del ridículo acento alemán con el que intérpretes como Kate Winslet hablan, como no, en inglés) que sugiere una lectura del film más interesante que la historia de amor de sus protagonistas: El lector es también el testimonio de cómo un país supo resurgir de sus cenizas gracias a los valores de una nueva generación (como Michael y sus compañeros) que superó el lastre del analfabetismo que tanto daño hizo a sus predecesores.

'The Reader' - Stephen Daldry - 2008 [ficha técnica]
... leer más