
Una auténtica visión inquieta podemos encontrarla, no obstante, en escritores como Eric Schlosser. En su ensayo Fast food nation empezaba con un discurso contra la basura en la comida para terminar aireando toda la basura social en general. Por fortuna, la intención del libro ha sido brillantemente ficcionada en la película homónima de Richard Linklater, alguien capaz de encarar proyectos de lo más comerciales y atreverse después con adaptaciones como A Scanner Darkly sin que el espíritu original de Phillip K. Dick se resienta lo más mínimo. Como a Schlosser, a Linklater los males de las dietas rápidas no le interesan tanto como los males de las sociedades rápidas: cualquier otro director hubiera alargado el relato del ejecutivo Don Anderson (Greg Kinnear), un personaje cuya historia sólo ocupa el primer tercio del metraje porque no es necesario prolongar su importancia más allá del momento en que descubre desencantado la dudosa calidad de la carne que ofrece su empresa. Para Linklater es más interesante el infierno que viven los inmigrantes que trabajan para esta empresa (quienes sueñan con pertenecer a algo que en el fondo es el mercado de la carne humana), o la total inutilidad de las luchas contra un sistema tan voraz (véase la escena en la que un grupo de jóvenes revolucionarios, para llamar la atención acerca de su causa, intenta en vano liberar el ganado). Con todo, el viaje iniciático de Anderson cumple una función didáctica para los espectadores que asimilan el desencanto progresivo del personaje, a medida que conoce a otros personajes interpretados por Kris Kristofferson o Bruce Willis (algo que culmina en el momento en el que la empleada de un hotel se despide de él como un robot), y en sí mismo constituye una pieza escencial sobre la cual se edifica lo que vendrá después: cuando le preguntan si ha visitado el matadero y le describen sus desagradables características no se habla en realidad de la podredumbre de ese lugar, sino que se presagia una de las secuencias finales, donde la joven Sylvia (Catalina Sandino Moreno) se resigna a trabajar en ese matadero viviendo el menos feliz de los finales, después de haber sido estafada y utilizada sexualmente, sin escapatoria en un sistema del cual es víctima.
El discurso de Fast food nation también da una lección de cine si la comparamos con trabajos recientes como Babel (un título que siempre se tiene en mente mientras se disfruta de la última de Linklater), donde se vendía una ideología indefinida, una suerte de placebo para intelectualoides donde, entre inacabables secuencias, los personajes no paraban de sufrir no se sabe muy bien el qué. Ello a pesar de que en un film coral como Fast food nation pocos de los relatos que se nos presentan llegan a estar lo suficientemente rematados. La lección está en que Linklater eleva el interés de su propuesta gracias a un montaje que consigue dotar al conjunto de ironía y crueldad, buscando siempre ritmos que hagan dialogar a las diferentes partes, a la vez que inserta elementos perturbadores (sobre todo en los primeros compases) para crear una atmósfera malsana, imágenes como la del empleado de la empresa de carne con una mano amputada, la policía utilizando escáneres en los pasillos de un instituto, el dependiente que escupe en la hamburguesa antes de servirla o el traficante de personas que amenaza a sus pasajeros en cuanto llegan a su destino. Éste último, cierra uno de los planos finales del film dando unas hamburguesas a unos niños mientras les da la bienvenida "a los Estados Unidos". Y aquí es donde encontramos la mayor fisura en el discurso del film (y del libro), donde se nos aclara que el problema se limita a Estados Unidos. ¿Por qué no gritar que el resto de potencias se están creando a imagen y semejanza del gigante americano? Porque así la película puede ser rentable en otras partes del mundo: en Europa podemos ver Fast food nation e irnos a la cama tranquilos pensando lo malos que son los yankees.
'Fast Food Nation' - Richard Linklater - 2006 [ficha técnica]